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El Riachuelo, un desafío pendiente

La bajante del Río de la Plata, ocurrida hace pocos días, volvió a poner de manifiesto, entre otras lacras costeras, la subsistencia de la absoluta degradación del Riachuelo. Problema endémico y denigrante que se viene arrastrando desde hace mucho más de un siglo y que aún sigue sin solución a la vista, por exclusiva causa de la indiferencia y la desidia de las autoridades.

Ese maloliente curso de turbio líquido que alguna vez fue agua transparente, denominado Matanza, desde su nacimiento en Cañuelas hasta el puente de la Noria, y Riachuelo a partir de este último punto hasta la desembocadura, fluye -es un decir- a lo largo de once municipios bonaerenses y del territorio de la ciudad autónoma de Buenos Aires. Su cuenca abarca 2300 kilómetros cuadrados y la masa de sus emanaciones afecta la calidad de vida de alrededor de 4.800.000 seres humanos. Ello sea dicho sin contar que, según informes recientes, tres organismos diferentes tienen jurisdicción sobre el río en sí y por lo menos otros diez intervienen en el control de sus efluentes y participan de los proyectos de saneamiento.

Pero ni la Nación, ni la ciudad autónoma, ni los municipios provinciales parecen preocuparse en demasía por la existencia de ese agravio ecológico que en tantas oportunidades ha sido definida como una suerte de cloaca a cielo abierto .
Con su superficie atiborrada de desperdicios de toda clase -embarcaciones abandonadas, cadáveres de animales, efluentes cloacales, aguas servidas, residuos industriales o domésticos, etcétera- y su lecho hondamente impregnado de metales pesados venenosos y otras sustancias tóxicas, el Matanza-Riachuelo es una bomba de tiempo que late, sin que se sepa cuándo hará eclosión, en medio del conglomerado urbano más densamente poblado de todo el país.

Y ésa no es su única característica distintiva. A partir del momento en que los saladeros comenzaron a utilizarlo como basurero -pleno siglo XIX, dando principio a la lenta e implacable agonía del riacho que, en aquel entonces, tenía aguas más o menos limpias, era navegable y estaba poblado de peces-, y hasta nuestros días, ha dado motivo a una gran cantidad de promesas frustradas, inexplicables postergaciones, misteriosas inversiones con destino incierto y, en definitiva, proyectos incumplidos.

Si algo no le faltó al Matanza-Riachuelo fue, precisamente, anuncios grandilocuentes que se diluyeron llegado el momento de hacerlos efectivos. Por ejemplo, los ya célebres mil días, tras los cuales, según quien en ese momento se desempeñaba como secretaria de Medio Ambiente, María Julia Alsogaray, hasta volvería a albergar fauna acuática.

En 1898, La Nación alzó su voz para denunciar a varias industrias que arrojaban sus desechos al Riachuelo. Hoy, las siguen imitando alrededor de 3000 establecimientos ubicados en sus márgenes, cuyas actividades ilícitas -y, por ende, punibles- se han atemperado como consecuencia de la crisis, pero no han cesado, ni mucho menos.

Los vecinos de la Boca han emitido un dramático llamamiento, repleto de atinadas observaciones y justificadas quejas, acerca de la conjunción de impunidad y desidia que se trasunta de la mera observación del aspecto del Matanza-Riachuelo. La Fundación Ciudad realizó un foro para el desarrollo sustentable de esa cuenca, cuyos participantes -funcionarios, expertos en medio ambiente, integrantes de organizaciones no gubernamentales y vecinos- pusieron el acento, entre otras consideraciones, en el malgasto de los recursos asignados para el saneamiento de la cuenca, por lo general dilapidados en reiterativos estudios y consultorías, que no se han traducido en obras concretas.

El Estado no debería desatender esas observaciones y demandas. El Matanza-Riachuelo es un inmenso foco de contaminación ambiental que reclama a voz en cuello inmediata atención antes de que provoque males mayores. Ni siquiera bastaría que las autoridades se preocupasen por ejercer los controles que hoy descuidan con dañina indiferencia. Es imprescindible, en cambio, que aborden sin más demoras el saneamiento de toda la cuenca, sin dejar ni un resquicio al margen de dicha tarea, y, al mismo tiempo, utilicen sus facultades para impedir que la sigan contaminando y para que el rigor de la ley caiga con todo su peso sobre quienes así lo hacen.

14 de noviembre de 2002

Fuente: Diario La Nación

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