En las arenas secas del sur se ha vuelto familiar la silueta del gringo
que siembra en el desierto. Oliver Whaley, inglés, ecologista con más
pasión que recursos, se ha construido una rutina que parece extraña en
el lugar: vive plantando árboles donde medio mundo prefiere talarlos.
El imaginario ambientalista con que llegó al Perú se ha topado con más
de un desastre: pobladores que mutilan huarangos para acumular leña,
comerciantes que los tumban para convertirlos en carbón de parrilladas,
hacendados que mandan arrancar esta especie de sus tierras para plantar
productos de agroexportación. Alguna vez ha llegado a creer que la suya
es una esperanza agónica, pero allí está, caminando de un lado a otro
como un predicador de audiencias esquivas. "El tiempo corre para los
bosques secos del mundo", dirá en algún momento. Su esfuerzo es hacer
que alguien comparta la prisa por salvarlos.
Whaley es un tipo de fijaciones quiméricas. Ha consagrado su vida
científica al huarango, cuyo hábitat fue materia de su tesis de
posgrado, aunque su llegada al Perú obedecía a otra ilusión: "Mi sueño
desde los 8 años fue trabajar en el país de origen del Amazonas.
Siempre me pareció algo fantástico: un río que produce casi un quinto
del agua dulce del mundo cada día, con un trayecto tan largo",
recuerda. Leyó desde muy joven todo lo que llegaba a sus manos sobre
ese extenso territorio verde. Cuando pudo moverse solo, ni siquiera sus
viajes por el norte de África distrajeron su ruta.
Selva dura
Whaley llegó a conocer el Amazonas, pero se metió a otras selvas: poco
después de su llegada al país tuvo ocasión de participar en la
filmación del documental "Candamo", sobre la reserva natural ubicada
entre Cusco, Puno y Madre de Dios. Pasó tres meses internado en la
jungla con un equipo de realizadores. El mayor recuerdo de esa travesía
no fueron los paisajes que se condensaron en sus retinas, sino un
preocupante brote de uta. "La herida era abierta y muy grande",
recuerda. Tuvo una infección tan fuerte que debió recibir cuarenta
dosis medicinales, cuando el tratamiento habitual es de treinta, según
le explicaron. Su período de recuperación lo llevó a Ica, "donde pasé
tres meses a la sombra de un huarango", le gusta decir. El bosque seco
y libre de contaminación lo ayudó a curarse, pero también lo capturó.
Fue un descubrimiento personal e irresistible. "No tenía idea del
bosque seco. Vi que nadie estaba trabajando en conservarlo, aunque
muchas de las aves, insectos, hasta los guanacos que viven en las lomas
estaban en peligro de extinción", rememora. Entonces optó por dedicarse
a lo que considera uno de los ecosistemas más frágiles del mundo.
Estudió la historia de la zona y supo que los habitantes del antiguo
pueblo nasca usaban la leña del huarango para sus fundiciones
metálicas, para hornear las cerámicas y otros quehaceres domésticos.
"Pero era un uso sostenible", recuerda. Por esa misma zona, en cambio,
la tecnología del tren a vapor consumió la madera hecha leña, en los
años 70 la minería causó estragos con el combustible que necesitaban
sus procesos y en los 80 un aumento de granjas avícolas siguió
devorando el bosque porque el consumo de pollo a la brasa requería
material para atizar los hornos. "Incluso la industria del pisco usaba
leña para los alambiques, cuando la alternativa son los hornos a gas",
explica el ecologista.
Su cruzada tiene tantos frentes que parece imposible. No han faltado
algunos hacendados problemáticos que no comprenden su interés de
conservar esos huarangos cuando podrían arrancarlos de raíz para
ampliar sus campos de cultivo cercanos. Tampoco los pobladores más
humildes que tenían a la mano los troncos, con la esperanza de
venderlos a la industria del carbón, al irresistible precio de 40 soles
el saco. "Los carboneros dicen: "Pero si hay bastante huarango en el
sur, por Arequipa, o en el norte". Pues no, no hay tanto", replica con
la inquietud de ser de los pocos que se dan cuenta.
Desierto voraz
En la pantalla de su computadora personal hay una foto satelital que
muestra el drama de la desertificación. Los cambios de tonalidades le
arrancan una expresión desesperada. Durante su investigación contó con
expertos arqueobotánicos que hallaron evidencias de cultivo de lúcuma y
chirimoya, "aunque ya no se las puede cultivar allí a causa del
desierto". Fue evidencia del deterioro: en un estudio del suelo por
capas encontraron que hace tres mil años era una zona boscosa. Ahora es
un arenal a punto de devorarse sus últimos verdores.
Whaley mostraba ese material en las exposiciones que hacía en busca de
financiamiento para sus estudios iniciales de dos años, cuya tesis
presentó en el 2000. Tuvo que recursearse de varias formas en su país:
incluso llegó a pintar cuadros de orquídeas peruanas que luego
convertía en afiches. "Los vendía en la universidad y a mis conocidos.
Lo malo es que me tomaban mucho tiempo. Ahora ya no pinto porque
prefiero dedicarme por entero a cuidar los bosques", confiesa. Su
última pintura es un paisaje de selva virgen que plasmó de memoria. Aún
tiene el original en Lima: los recuerdos del Candamo le servían para
cuidar los árboles de Ica.
El año pasado, tras siete años de esfuerzo, el equipo del Royal Botanic
Gardens Kew, la institución que acogió el proyecto, recibió el respaldo
de la Iniciativa Darwin, una entidad del Gobierno Británico que
promueve esfuerzos ambientalistas en todo el mundo. "Los bosques son
muy difíciles de reemplazar en la costa sur porque no cae lluvia que
ayude. Reforestar la zona es muy costoso", explica.
En ese esfuerzo está ahora junto con una serie de instituciones, como
el Inrena, el Consejo Nacional del Ambiente (Conam), la Asociación para
la Niñez y su Ambiente (ANIA) y los estudiantes de la Universidad de
Ica y la Universidad Agraria. Whaley suele trasladarse en auto para
repartir los plantones de huarango. Los estudiantes participan del
proceso como parte de su adiestramiento. La suerte es que muchos se
contagian del entusiasmo del inglés para recuperar una especie que de
otro modo estaría al borde del exterminio. "Las semillas están siendo
quemadas. Cuando se queme la última semilla será muy tarde", advierte.
Ramas rescatadas
El hombre apoya sus palabras en fotografías que muestran ese holocausto
ecológico. Hay zonas donde la tala ha dejado despojos de árboles
descuartizados, o escenarios de hogueras monstruosas donde no crecerá
nada más. Whaley los ha recorrido como un médico en el campo de
batalla. La suya incluye esas heridas, pero también los ataques de
especies invasoras como el tamarix, una planta foránea que se extiende
por la zona y agota el agua de las filtraciones subterráneas e incluso
la de un río cercano. En una de las imágenes, el bosque aparece como un
extenso oasis en el desierto. En la siguiente, parece un paraje agónico
a punto de secarse.
El rescate es una tarea paciente. Ha tomado un tiempo convencer a una
señora de no talar el huarango de su casa, un ejemplar que podría tener
hasta dos mil años de edad, a juicio de Whaley. "El día que la encontré
me dijo que estaba fastidiada porque ensuciaba mucho con sus hojas y no
le servía de nada. Me preguntó si tenía una motosierra", dice el hombre
con el tono de quien narra un sacrilegio. En realidad el árbol tenía
una plaga que lo consumía. Tras un tratamiento regular las cosas han
empezado a cambiar, pero Whaley tuvo que persuadir a la mujer de
seguirlo mediante un pequeño incentivo económico que la hizo desistir
de entregarlo a los carboneros que le hubieran ofrecido un monto de 200
soles. "Fue gracias a un amigo de Londres, que vio nuestro proyecto y
quiso adoptar un huarango". Este ejemplar tenía el rasgo adicional de
ser uno de los diez más grandes de la región, a ojo de buen
huaranguero. La idea de Whaley es recuperar las semillas. "Obviamente
deben ser muy resistentes", comenta.
Meses atrás, los integrantes del proyecto organizaron el primer
Festival del Huarango, que combinó música y actividades educativas
sobre la importancia de esa especie. La asistencia llegó a unas dos mil
personas. Mientras los jóvenes esperaban la aparición de Daniel F, el
mensaje aparecía en afiches y periódicos murales. "El problema es
cultural. Le enseñamos a la gente que si se pierde el huarango, se
pierden muchas oportunidades, muchas esperanzas de vida". Para muchos
el mensaje no es extraño: en ciertas zonas pobres la población se
alimenta básicamente del fruto del huarango, una vaina que contiene
proteínas, calcio, fosfato y otros elementos. "Uno podría vivir un año
alimentándose solo con eso", explica Whaley. Es otra de las lecciones
del bosque seco que lo sorprenden. Si los nascas lo incluyeron en sus
líneas --piensa--, es porque tiene algo de sagrado.
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Salvar el huarango Escrito por Invitado el 2009-10-15 13:44:06 Al sembrar màs huarangos en zonas àridas estamos contribuyendo a la existencia de mayor oxigenaciòn en la tierra. Y a la vez, a futuro, a falta de combustibles derivados del petróleo, pueden ser aprovechados racionalmente, a cuenta de talado un huarango sembrar diez. Apoyemos esta gran cruzada ecològica. |