Durante mucho tiempo, los cánones de la meteorología habían excluido la
posibilidad de un suceso tal. De acuerdo con los expertos, las
temperaturas del mar eran demasiado bajas, y el gradiente transversal
del viento demasiado potente para que una depresión tropical se
convirtiera en un ciclón al sur del ecuador atlántico. De hecho, los
meteorólogos no daban crédito a sus ojos cuando los satélites
meteorológicos transmitieron las primeras imágenes del clásico disco
arremolinado con un ojo bien formado, en estas latitudes prohibidas.
El origen y el significado de Catarina se han debatido recientemente en
una serie de reuniones y publicaciones. Hay una cuestión crucial que es
la siguiente: Catarina, ¿fue simplemente una curiosa fluctuación
estadística en la meteorología del Atlántico Sur (comparable a la Copa
de Europa que se le escapó en 1986 al FC Barcelona, al fallar todos los
lanzamientos de la tanda de penaltis contra el Steaua de Bucarest) o
fue, por el contrario, un acontecimiento límite que señalaba un cambio
de estado abrupto y fundamental en el sistema climático del planeta?
Los debates científicos sobre el cambio ambiental y el calentamiento
global hace tiempo que están bajo el espectro de la no linealidad. Los
modelos climáticos, al igual que los modelos econométricos, son más
fáciles de construir y de comprender cuando son simples extrapolaciones
lineales de un comportamiento pasado bien cuantificado; es decir,
cuando se mantiene la proporcionalidad entre causas y efectos.
Pero, de hecho, todos los principales componentes del clima global –
aire, agua, hielo y vegetación – son no lineales. Cuando se alcanza un
determinado punto crítico pueden pasar de un estado de organización a
otro, con consecuencias catastróficas para unas especies demasiado
adaptadas a las antiguas normas. Sin embargo, hasta principios de los
años 90 se pensaba en general que estas transiciones climáticas
importantes tardaban siglos, incluso milenios, en realizarse. Ahora,
gracias a que hemos descodificado unas señales sutiles en los núcleos
de hielo y en los sedimentos de los fondos marinos, sabemos que, en
determinadas circunstancias, las temperaturas globales y la circulación
oceánica pueden cambiar repentinamente, en una década o incluso en
menos.
El ejemplo paradigmático es el suceso conocido como “Younger Dryas”,
hace 12.800 años, cuando un dique de hielo se colapsó liberando un
inmenso volumen de agua de deshielo, que procedente del Manto de Hielo
Laurentino, que estaba en retroceso, fue a parar al Océano Atlántico a
través del Río de San Lorenzo, creado instantáneamente. Este
“refrescamiento” del Atlántico Norte suprimió el aporte de agua cálida
por medio de la Corriente del Golfo, y provocó en Europa una glaciación
que duró mil años.
Los mecanismos que actúan como disparadores en el sistema climático,
por ejemplo los cambios relativamente pequeños en la salinidad del mar,
se ven exacerbados por bucles causales que actúan como amplificadores.
Tal vez el ejemplo más famoso sea el albedo del hielo marino: las
enormes extensiones de hielo blanco congelado en el Océano Ártico
reflejan el calor, devolviéndolo al espacio, aportando una
retroalimentación positiva a las tendencias de enfriamiento; por otra
parte, el hielo marítimo en disminución aumenta la absorción de calor,
con lo cual se acelera su propia desaparición y el calentamiento
global.
Umbrales, disparadores, amplificadores, caos – la geofísica actual
asume que la historia de la Tierra es inherentemente revolucionaria.
Ésta es la razón por la que muchos destacados investigadores,
especialmente los que estudian temas como la estabilidad del manto de
hielo y la circulación del Atlántico Norte, han tenido siempre reparos
con respecto a las proyecciones consensuadas del Panel
Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC, siglas en inglés),
la autoridad mundial en materia de calentamiento global.
A diferencia de los creacionistas pro-Bush y los serviles de las
empresas petroleras, el escepticismo de estos investigadores se basa en
el temor a que los modelos del IPPC no tengan suficientemente en cuenta
la posibilidad de sucesos catastróficos no lineales como el “Younger
Dryas”. Mientras algunos investigadores basan su modelo del clima de
finales del siglo XXI, con el que tendrán que vivir nuestros hijos, en
los precedentes del Holoceno tardío (la fase más cálida del actual
periodo geológico, hace 8000 años), o del Eemiense (el anterior
episodio interglaciar, aún más cálido, hace 120.000 años), un número
creciente de geofísicos juegan con las posibilidades de que un
calentamiento desbocado devuelva a la Tierra al caos tórrido del Máximo
Térmico del Paleoceno-Eoceno (PETM,siglas en inglés, hace 55 millones
de años), cuando el calentamiento extremo y acelerado de los océanos
dio lugar a extinciones masivas.
Hay pruebas nuevas y dramáticas de que podríamos estar abocados, si no
a un pavoroso y casi inconcebible PETM, sí a un aterrizaje bastante más
duro del que prevé el IPCC.
Hace tres semanas, volando hacia Luisiana y el desastre del Katrina,
estuve leyendo la edición del 23 de agosto de EOS, el boletín de la
Unión Geofísica Americana. Me dejó de una pieza el artículo titulado
“El sistema ártico se encamina hacia un estado nuevo, estacionalmente
libre de hielo”, una colaboración de 21 científicos procedentes de casi
otras tantas universidades y centros de investigación. Incluso dos días
más tarde, vagando entre las ruinas del “Lower Ninth Ward”, me di
cuenta de que estaba más preocupado por el artículo de EOS que por las
calamidades que me rodeaban.
El artículo comienza explicando unas tendencias que les resultarán
familiares a cualquier lector de la sección de ciencia que aparece el
martes en el “New York Times”: Desde hace casi 30 años, el hielo ártico
se está haciendo más delgado y está encogiendo de forma tan dramática
que “tener un Océano Ártico sin hielo estival en el plazo de un siglo
es una posibilidad real”. Sin embargo, los científicos añaden un
observación nueva: que este proceso probablemente es irreversible.
Sorprendentemente, es difícil identificar un solo mecanismo de
retroalimentación en el Ártico que tenga la potencia o velocidad
suficiente para alterar el curso actual del sistema.
Un Océano Ártico sin hielo es algo que no se ha dado en el último
millón de años, y los autores advierten que la Tierra se dirige
inexorablemente hacia un estado “súper-interglaciar, sin parangón entre
las fluctuaciones glaciales-interglaciares que han prevalecido durante
la historia reciente de la Tierra.”Insisten en que, en el plazo de un
siglo, el calentamiento global probablemente excederá la temperatura
máxima del Eemiense, dejando inservibles los modelos que convertían
este hecho en su escenario esencial. También sugieren que el colapso
total o parcial de la capa de hielo de Groenlandia es una posibilidad
real - un acontecimiento que sin lugar a dudas tendría sobre la
Corriente del Golfo un efecto como el del “Younger Dryas”.
Si estos científicos están en lo cierto, entonces estamos viviendo en
el equivalente climático de un tren desbocado que va cogiendo velocidad
a medida que pasa por unas estaciones señaladas como “Holoceno tardío”
y “Eemiense”. Además, hablar de un “estado sin parangón” quiere decir
que no sólo estamos dejando atrás los muy favorables parámetros
climáticos del Holoceno, los últimos 10.000 años de clima cálido y
benigno que han favorecido el crecimiento explosivo de la agricultura y
la civilización urbana, sino también los del final de Pleistoceno, que
propiciaron la evolución del homo sapiens en África oriental.
Naturalmente, otros investigadores pondrán en duda las extraordinarias
conclusiones del artículo de EOS, y sugerirán – o al menos esperamos
que lo hagan – la existencia de fuerzas que proporcionen un contrapeso
a la catástrofe del albedo ártico. Pero de momento la investigación
sobre el cambio global apunta hacia escenarios que representan el peor
caso posible.
Todo esto es, por supuesto, un homenaje perverso al capitalismo
industrial y al imperialismo extractivo, fuerzas geológicas tan
extraordinarias que en poco más de dos siglos, de hecho, esencialmente
en los últimos cincuenta años, han conseguido echar a la Tierra de su
pedestal climático e impulsarla hacia una no linealidad desconocida.
Dentro de mí hay una vocecilla que dice: a disfrutar, que son cuatro
días. Para qué preocuparnos por Kyoto, el reciclado de nuestras latas
de aluminio o el excesivo consumo de papel del water si dentro de nada
vamos a estar debatiendo sobre cuántos cazadores-recolectores pueden
sobrevivir en los abrasadores desiertos de Nueva Inglaterra o en los
bosques tropicales del Yukon.
Pero el buen padre que hay dentro de mí exclama: ¿cómo es posible que
podamos estar analizando con seriedad científica si los hijos de
nuestros hijos tendrán, a su vez, hijos? Que Exxon responda a ello en
uno de sus anuncios mojigatos.
Mike Davis
Mike Davis es autor de muchos libros, entre ellos City of Quartz,
Dead Cities and Other Tales, así como el recien publicado Monster at
Our Door, The Global Threat of Avian Flu (The New Press) y Planet of
Slums (Verso), de próxima aparición.
[Este artículo apareció por primera vez en Tomdispatch.com, un
weblog del Nation Institute, que ofrece un flujo continuo de fuentes y
noticias alternativas, y la opinión de Tom Engelhardt, editor desde
hace años y co-fundador del American Empire Project y autor de The End
of Victory Culture.]