Sir
Joseph Rotblat fue un científico británico de origen polaco que murió
el pasado 31 de agosto, a los 96 años de edad, y que recibió el Premio
Nóbel de la Paz en 1995 por su denodada lucha contra el uso de la
energía nuclear como arma de guerra.
Podríamos considerarlo como un ambientalista de prestigio cuya labor
fue silenciada por los poderes fácticos que dirigen los destinos del
planeta, tan sólo porque se opuso al uso de la energía nuclear para
otros fines que no fueran la aplicación pacífica de uso social, como es
en el caso de la medicina.
Fue uno de los firmantes del manifiesto antinuclear, en el año 1955,
junto con Albert Einstein y Bertrand Russell, dos prestigiosos
científicos que también alzaron su voz y su pluma contra el "mal" uso
de una energía para la que, hoy por hoy, el ser humano no ha sido capaz
de encontrar procedimientos seguros con los que controlar sus
propiedades destructivas, en caso de accidente o de un uso no deseado.
Casi veinte años después de aquel accidente de Chernobyl acaecido un 26
de abril de 1986, aún se pronostica el futuro fallecimiento de más de
cuatro mil personas afectadas por diversos tipos de cánceres, como
consecuencia de su exposición indirecta a la radiación a que fueron
sometidos. Son datos de la ONU, basados en un informe de la
Organización Mundial de la Salud, presentados recientemente en Viena. Y
a pesar del dramatismo de los hechos, se insiste en que las
consecuencias del desastre han sido menores de las que se esperaban.
El obligado parón posterior al desastre nuclear, promovió el desarrollo
de energías alternativas con las que intentar satisfacer la demanda
creciente del uso de energía que las naciones desarrolladas precisaban
para mantener el alto grado de industrialización que tanto confort ha
ofrecido a los ciudadanos del primer mundo, y al que lógicamente
aspiran los países en vías de desarrollo.
La evidente consecuencia del progreso industrial descontrolado, ha sido
la imperiosa necesidad de establecer el Protocolo de Kyoto, con el
objeto de controlar las emisiones gaseosas causantes del efecto
invernadero que, además de producir graves riesgos de enfermedades
directas e indirectas a las poblaciones próximas a los núcleos
industriales que generan las emisiones, están elevando la temperatura
de la baja atmósfera, alterando el ciclo normal de transferencia
energética entre ésta y los océanos, provocando desastres
naturales, generando la descongelación paulatina de los hielos polares,
y elevando los niveles de las aguas oceánicas y poniendo en riesgo las
formas de vida ciudadanas ya establecidas.
Kyoto lo han firmado países que generan más del 40 % de las
emisiones de gas en el mundo; el resto, Estados Unidos, Australia,
Japón, China, India y Corea del Sur han firmado otro acuerdo
alternativo para colaborar en el desarrollo de tecnología dirigida a
reducir las emisiones de gases contaminantes. Todos somos ahora
conscientes de que el desarrollo industrial descontrolado ha dañado al
planeta y a las formas de vida que sus ciudadanos han establecido, pero
el progreso no para y busca otras vías alternativas de mejora pues, en
el fondo, todos queremos conservar los niveles de confort que hemos
alcanzado en tan sólo un siglo de industrialización, y estamos
dispuestos a mantenernos en ese límite de riesgo que supone perder la
calidad ambiental, siempre y cuando ello no afecte seriamente a la
pérdida de salud que tanto nos asusta.
Para ello creamos leyes y Decretos con los que controlar actividades
potencialmente contaminantes, como el Real Decreto 9/2005 de 14 de
enero que adopta en España criterios y estándares para declarar suelos
contaminados y establece que actividades industriales son y han sido
las causantes.
La Agencia Europea de Medio Ambiente estimó, en 1999, entre trescientas
mil y un millón y medio el número de zonas o suelos contaminados en
Europa Occidental. Sólo en España se localizó algo más de cuatro mil
quinientos emplazamientos, algunos de ellos en zonas urbanas y rurales
de Huelva, áreas que desde hace décadas han estado sometidas a riesgo
ambiental y sanitario, pero que sólo treinta años después se reconoce.
Y ahora que empezamos a tener conciencia de la importancia que supone
preservar la salud y la calidad ambiental, el Gobierno de España acepta
la concentración de ocho centrales térmicas de ciclo combinado en el
Golfo de Cádiz, sólo para producir beneficios económicos para unas
cuantas multinacionales, sin tener consideración de los nuevos riesgos
ambientales que sus ecosistemas deberán de soportar, y el pueblo lo
tolera.
Especial para barrameda.com.ar
Benito A. de la Morena
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