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Publicado por Benito A. de la Morena   
domingo, 04 de diciembre de 2005
Joseph RotblatSir Joseph Rotblat fue un científico británico de origen polaco que murió el pasado 31 de agosto, a los 96 años de edad, y que recibió el Premio Nóbel de la Paz en 1995 por su denodada lucha contra el uso de la energía nuclear como arma de guerra.

Podríamos considerarlo como un ambientalista de prestigio cuya labor fue silenciada por los poderes fácticos que dirigen los destinos del planeta, tan sólo porque se opuso al uso de la energía nuclear para otros fines que no fueran la aplicación pacífica de uso social, como es en el caso de la medicina.

Fue uno de los firmantes del manifiesto antinuclear, en el año 1955, junto con Albert Einstein y Bertrand Russell, dos prestigiosos científicos que también alzaron su voz y su pluma contra el "mal" uso de una energía para la que, hoy por hoy, el ser humano no ha sido capaz de encontrar procedimientos seguros con los que controlar sus propiedades destructivas, en caso de accidente o de un uso no deseado.

Casi veinte años después de aquel accidente de Chernobyl acaecido un 26 de abril de 1986, aún se pronostica el futuro fallecimiento de más de cuatro mil personas afectadas por diversos tipos de cánceres, como consecuencia de su exposición indirecta a la radiación a que fueron sometidos. Son datos de la ONU, basados en un informe de la Organización Mundial de la Salud, presentados recientemente en Viena. Y a pesar del dramatismo de los hechos, se insiste en que las consecuencias del desastre han sido menores de las que se esperaban.

El obligado parón posterior al desastre nuclear, promovió el desarrollo de energías alternativas con las que intentar satisfacer la demanda creciente del uso de energía que las naciones desarrolladas precisaban para mantener el alto grado de industrialización que tanto confort ha ofrecido a los ciudadanos del primer mundo, y al que lógicamente aspiran los países en vías de desarrollo.

La evidente consecuencia del progreso industrial descontrolado, ha sido la imperiosa necesidad de establecer el Protocolo de Kyoto, con el objeto de controlar las emisiones gaseosas causantes del efecto invernadero que, además de producir graves riesgos de enfermedades directas e indirectas a las poblaciones próximas a los núcleos industriales que generan las emisiones, están elevando la temperatura de la baja atmósfera, alterando el ciclo normal de transferencia energética entre ésta y los océanos,  provocando desastres naturales, generando la descongelación paulatina de los hielos polares, y elevando los niveles de las aguas oceánicas y poniendo en riesgo las formas de vida ciudadanas ya establecidas.

Kyoto lo han firmado países que generan más del 40 %  de las emisiones de gas en el mundo; el resto, Estados Unidos, Australia, Japón, China, India y Corea del Sur han firmado otro acuerdo alternativo para colaborar en el desarrollo de tecnología dirigida a reducir las emisiones de gases contaminantes. Todos somos ahora conscientes de que el desarrollo industrial descontrolado ha dañado al planeta y a las formas de vida que sus ciudadanos han establecido, pero el progreso no para y busca otras vías alternativas de mejora pues, en el fondo, todos queremos conservar los niveles de confort que hemos alcanzado en tan sólo un siglo de industrialización, y estamos dispuestos a mantenernos en ese límite de riesgo que supone perder la calidad ambiental, siempre y cuando ello no afecte seriamente a la pérdida de salud que tanto nos asusta.

Para ello creamos leyes y Decretos con los que controlar actividades potencialmente contaminantes, como el Real Decreto 9/2005 de 14 de enero que adopta en España criterios y estándares para declarar suelos contaminados y establece que actividades industriales son y han sido las causantes.

La Agencia Europea de Medio Ambiente estimó, en 1999, entre trescientas mil y un millón y medio el número de zonas o suelos contaminados en Europa Occidental. Sólo en España se localizó algo más de cuatro mil quinientos emplazamientos, algunos de ellos en zonas urbanas y rurales de Huelva, áreas que desde hace décadas han estado sometidas a riesgo ambiental y sanitario, pero que sólo treinta años después se reconoce.

Y ahora que empezamos a tener conciencia de la importancia que supone preservar la salud y la calidad ambiental, el Gobierno de España acepta la concentración de ocho centrales térmicas de ciclo combinado en el Golfo de Cádiz, sólo para producir beneficios económicos para unas cuantas multinacionales, sin tener consideración de los nuevos riesgos ambientales que sus ecosistemas deberán de soportar, y el pueblo lo tolera.
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Benito A. de la Morena
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