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Desertización. El 40 por ciento de Bolivia está en alerta Imprimir E-Mail
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Publicado por Administrador   
viernes, 05 de agosto de 2005
DesertizaciónEl sobrepastoreo, la actividad agrícola sin dar descanso a la tierra o ciertos fenómenos naturales como la meteorización son algunos de los factores que ayudan a acelerar este peligroso proceso.

Un campesino, en el altiplano, observa su cosecha escasa. En Potosí, mientras tanto, el cultivo de la quinua de manera intensiva arrasa con lo poco que queda de la tierra. En los alrededores de Santa Cruz aumentan los arenales y los vientos cada vez son más veloces. Y el valle de Tarija hace años que dejó de ser tupido.

Son sólo algunas escenas dentro del proceso de desertización que amenaza a Bolivia desde hace varias décadas, tanto así que al día de hoy el 40 por ciento del país presenta fenómenos de este tipo, es decir, una superficie de 437.501 kilómetros cuadrados que comprende casi el 100 por ciento de los departamentos de Oruro, Potosí, Chuquisaca y Tarija, el 31,6 por ciento de La Paz, el 45,8 por ciento de Cochabamba y el 33 por ciento del departamento de Santa Cruz.

Con todo, “cuando se habla acerca de la desertización, lo primero en lo que uno piensa es en un desierto, pero éste representa sólo la culminación, pues el proceso puede darse también en bosques y áreas verdes, y la pérdida de fertilidad del suelo, de oligoelementos, es ya un principio”, sentencia rotundo Carlos Zamora, director general de Cuencas y Recursos Hídricos del Ministerio de Desarrollo Sostenible.

Razón no le falta. Darse un paseo, por ejemplo, en avioneta por Santa Cruz le ayuda a uno a darse cuenta. “Hace 20 años en los alrededores de la ciudad todo era verde. Ahora, sin embargo, hay dunas y médanos”, formaciones de arenas movedizas.

Un fenómeno global

Pero, ¿qué se entiende exactamente como desertización? Es un proceso por el que las tierras afectadas pierden su capacidad productiva. “También implica una degradación del ambiente, una especie de sequía debido a un conjunto de aspectos que significan la falta de agua y la merma en la vegetación, lo que termina conduciendo a la pobreza”, desglosa Máximo Libermann, del Servicio Nacional de Áreas Protegidas (Sernap).

Actualmente, la Convención de las Naciones Unidas de Lucha contra la Desertización distingue tres tipos distintos de zonas afectadas: las áridas, las semiáridas y las subhúmedas secas. En todas ellas las precipitaciones anuales son muy bajas. Y, globalmente, donde más acelerado está el proceso es en un total de 3.600 millones de hectáreas de tierras secas que se utilizan con fines agrícolas en el mundo y ya están degradadas, lo que representa la cuarta parte de las tierras del planeta y, lamentablemente, afecta a las vidas de mucha gente.

“El que afrontamos es un problema que no tiene fronteras —admite Carlos Zamora—. Es serio, trágico, pues el fenómeno físico  químico que lo causa —la escasez de lluvias y la falta de humedad relativa en el ambiente— es permanente, se produce día y noche”.

Y esto tiene costos, sobre todo sociales: desplazamientos civiles por las difíciles condiciones de vida —con el abandono en la identidad cultural que traen consigo—, disminución increíble de ingresos en las regiones golpeadas, amenazas a la biodiversidad, descensos en la capacidad productiva y biológica de los ecosistemas, hecho que incrementa la probabilidad de que haya hambrunas, y toda una serie de riesgos menores como la posibilidad de inundaciones, la deposición de lodos en pantanos y vías de navegación, o la pérdida en los niveles de la calidad del agua.

Además, el ritmo en la degradación es trepidante. Y las Naciones Unidas estiman que desde 1990 se pierden cada año seis millones de hectáreas de tierra productiva.

El caso boliviano

Bolivia, pese a ser todavía un país privilegiado en cuanto a zonas verdes, no resulta ajeno a esta realidad.
“Acá, una de las regiones más sensibles es el sur del altiplano, donde muchas comunidades están abandonando tierras para migrar a otros lugares —explica Libermann—. Y lo mismo ocurre en el Chaco y en muchos de los valles mesotérmicos de Cochabamba, Chuquisaca y Tarija”.
Por el otro lado, la cuenca amazónica y la vertiente oriental de los Andes, con los bosques húmedos de los Yungas, son las zonas menos afectadas. “Pero igual conviene estar alerta, porque una de las condiciones para que comience la formación de un desierto es que la humedad relativa sea inferior al 50 por ciento, y en algunos enclaves deforestados del oriente ya se está en el límite”, avisa Carlos Zamora.

Mientras tanto, las áreas más sensibles están en los departamentos de Oruro y Potosí. “Son lugares con muchos limitantes, pues las precipitaciones son escasas y las temperaturas muy bajas. Asimismo, los cultivos de quinua —que se adaptan a condiciones extremas y se pagan cinco veces mejor que la soya— ocupan largas extensiones acelerando la degradación, en parte por culpa del uso de los tractores, que con sus arados de disco destruyen la cobertura vegetal. Así, en suelos limo arenosos como ésos la consecuencia es que debido al viento se forman dunas”, analiza Libermann. Y, en este sentido, son espectaculares los 15.000 kilómetros cuadrados de dunas que pueden verse en un sector al oeste del lago Poopó.

Similar perjuicio se sufre en las orillas del río Parapetí, en Santa Cruz, donde la agricultura mecanizada ha desgastado tanto la tierra que la precipitación constante de sedimentos desde las montañas es ya un hecho, produciéndose igualmente la imparable formación de las superficies arenosas.

Finalmente, el valle central de Tarija es quizás la mejor prueba de  que el fenómeno de la desertización puede llegar a trastocar completamente un paisaje generoso.

“Si uno se fija en las crónicas del Padre Mingo, uno de los primeros españoles que puso sus pies en la región, se da cuenta de lo que han cambiado las cosas. Sus escritos decían allá por el año 1.700 que desde la cima del cerro Calama se atisbaban densos bosques de tipas, cedros y pinos”. Después de esas palabras, en únicamente 100 años de colonización, se transformó radicalmente esa parte de territorio.

“Convirtieron a Tarija en una zona agrícola que proveía de comida a las minas de Potosí. Y los bosques originarios fueron sustituidos”. Por si fuera poco, la llegada de ovejas, cabras y vacas desde Europa supuso una depredación de pastos que no causaba el ganado nativo.

Hoy, entretanto, la visión del valle central es desastrosa. “Y la desertización está ganando la guerra, pues cada año se pierden 500 hectáreas y sólo se recuperan 200. Siempre, al debe”, dice Zamora.

La relación causa-efecto

Todos estos procesos, sin embargo, no se estarían dando si no hubiera una serie de factores que en muchos casos los han acelerado.

La actividad agrícola es uno de ellos, pues casi nunca se les da respiro a las tierras de cultivo. No se las deja en barbecho. “Y en épocas en las que se les otorga un poco de descanso —lamenta Libermann— las utilizan como alimento para las ovejas y los camélidos, que se comen la poca hierba que hay por encima”. Y es que, además, este sobrepastoreo afecta sobremanera a plantas herbáceas y leñosas como la keñua, la kiswara o la thola, todas ellas originarias de Bolivia.

Otro aspecto a tener en cuenta es el de la extracción forestal y los chaqueos, pues ambas actividades contribuyen al proceso de calentamiento global que se sufre actualmente en el planeta, por el que ya se han producido deshielos muy graves. Y para encontrar un ejemplo no hay que irse muy lejos, basta con que uno se acerque al mítico Chacaltaya, que casi está sin nieve.

En relación al tema, se han producido atrocidades tales como la tala de bosques en pendientes de más de 45 grados, que son un muro de contención para evitar los tan peligrosos deslizamientos.

La minería, por su parte, lo que hace es contaminar la vegetación y, sobre todo, los cuerpos de agua con perniciosas sustancias como ácidos, iones metálicos y no metálicos, sólidos en suspensión y sustancias radioactivas, apuntalando aún más la esterilidad de los suelos.

Pero no siempre las causas tienen que ver con la mano del hombre. “También la naturaleza puede influir —reconoce Zamora—. De esta forma, en las zonas de altura tiene lugar, a menudo, el fenómeno de la meteorización. Éste consiste en la rotura de las rocas a causa del frío. Y ha dañado inmensas áreas”.

Lo  mismo ocurre con las aguas, salinas, aunque en este caso el hombre hace de canalizador al emplearlas para regar cultivos. Al respecto, uno de los referentes es el río Desaguadero. “El río Mauri, uno de sus tributarios, arrastra gran cantidad de sales, que terminan acompañando al Desaguadero en su trayecto de más de 300 kilómetros hacia el lago Poopó —explica Libermann—. De esta manera, cuando las comunidades de su alrededor riegan, impregnan los terrenos con sales y se produce el desaguisado, pues en invierno, debido a la salinización, se llegan a formar verdaderas costras salinas”.

Y después de las causas, por ende, vienen los efectos, pues la erosión y la desertización están íntimamente relacionados con problemas socio-económicos tales como la desnutrición, la migración no planificada y la pobreza. “Como dato significativo, según los resultados del último Censo del 2001, las zonas desérticas cada vez se encuentran más despobladas.

Intentar dar marcha atrás

¿Qué se hace al respecto? Bolivia, junto a otros 210 países, participa de la Convención Internacional de la ONU de Lucha Contra la Desertización, implementada en el año 1992 en la Cumbre de la Tierra, que se celebró en Río de Janeiro (Brasil).

Y esto se traduce en acciones concretas. Así, amén de jornadas de sensibilización, mapas y diagnósticos, se llevan a cabo diferentes proyectos en el marco del Plan de Acción Nacional de Lucha contra la Desertización (PANLCD).

Entre los objetivos está la rehabilitación de tierras del valle central de Tarija, el manejo de los recursos naturales en los valles altos y el Chaco, el impulso a los Programas de Acción Subregional del Gran Chaco Americano y de la Puna Americana y los apoyos concretos en estos temas a las ONG.

Pese a los esfuerzos, la tarea no se antoja fácil, ya que recuperar por completo una zona degradada que va camino de convertirse en un desierto puede ser una inversión natural que demore entre 50 y 80 años en los mejores casos.

Por eso, para muchos la verdadera solución estaría en la recuperación de las maneras de vivir de los antiguos señoríos aymaras, el estado incaico y los grupos étnicos de las tierras bajas del oriente, quienes tenían antaño sistemas de manejo de tierras, aguas y otros recursos que permitían una convivencia con la naturaleza en base a la casi perfecta adaptación a ésta.

Según Libermann, era un frágil equilibrio, pero que funcionaba, pues las huellas que han dejado las técnicas agrícolas y de riego, el manejo espacial de las sociedades sedentarias andinas y el aprovechamiento de los bosques y otros ecosistemas por parte de los grupos de cazadores, pescadores y recolectores de la amazonia y el Chaco, son una muestra de un manejo ambiental racional y sano.
Fuente: Terra bolivia.com
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