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Enfermedades de la civilización Imprimir E-Mail
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Artículos - Artículos
Publicado por Administrador   
miércoles, 07 de septiembre de 2011
Enfermedades de la civilización “Casi todos los estudios que tratan de reconstruir la historia de las enfermedades infecciosas indican que la incidencia de la infección ha aumentado, en lugar de disminuir, a medida que los seres humanos adoptaban estilos de vida civilizados” (Max Nathan Cohen).

“Estamos siendo testigos de la decadencia del ser humano, la decadencia de su dentadura, sus arterias, sus entrañas y sus articulaciones, en una escala colosal y sin precedentes” (John Liverlees, médico internista y presidente de la Sociedad McCarrison).

“Los bantús no pueden concebir al ser humano como un individuo, es decir, como una fuerza que existe por sí misma, aislada, sin relacionarse con otros seres vivos y con las fuerzas animadas e inanimadas que le rodean” (Placide Tempels).

“Las pruebas nucleares han incrementado las repercusiones radioactivas y ahora la industria nuclear aumenta los niveles de referencia de radiación, que podrían exceder nuestro nivel de tolerancia. Las diversas actividades industriales modifican la capa freática, contaminan el agua subterránea, erosionan y desertizan la tierra cultivable, modificando el entorno hasta un punto en que muchas de sus características esenciales dejarán de tener cabida en nuestro nivel de tolerancia” (Eugène Odum).

“El principio de tolerancia” ecológico establece que los sistemas naturales sólo pueden funcionar adaptablemente en un entorno cuyas características básicas no divergen demasiado de las óptimas. En la medida en que el entorno varía sus condiciones, la conducta adaptable resulta cada vez más difícil y puede ser incluso imposible. Para cada rasgo del entorno hay límites más allá de los cuales, en palabras de McIntosh, los organismos “no pueden crecer, reproducirse o, en último extremo, sobrevivir” (McIntosh, 1982, en Saarinen edi., 1982, p. 21-22). Lo mismo puede decirse, por supuesto, respecto a cualquier sistema natural, tanto si son ecosistemas como si son comunidades humanas. Hoy en día, con el desarrollo económico, en casi todas partes el entorno ha alcanzado esos límites o ya los ha pasado.

Las diferencias se pueden dar en los dos sentidos: un ser vivo puede padecer por escasez o por exceso de algo. Pueden tener un “máximo y mínimo ecológico”. Es significativo que la mayoría de animales, en su hábitat natural, viven en medio de su “margen de tolerancia”. Como explica Odum, los huevos de la trucha frontana se pueden desarrollar en agua con una temperatura entre 0ºC y 12ºC, y la óptima es 4ºC; los huevos de rana pueden fecundar en agua con una temperatura entre 0ºC y 30ºC, y la óptima está alrededor de los 22ºC. “Por otro lado, la tolerancia de temperatura más elevada para una bacteria en aguas termales está sobre los 88ºC y para una alga cianofícea en alrededor de los 80ºC, mientras que para los insectos y los peces más tolerantes se sitúa en los 50ºC (Odum, 1983, p. 225).

Principio de tolerancia

El principio de tolerancia se puede establecer de manera más sutil. Para empezar, hay que señalar que, aunque no suele darse, el entorno más apropiado para las necesidades de los seres vivos, aquél dentro del cual su conducta es más plena y adaptable, sólo puede ser aquél al que se han adaptado a lo largo de su evolución y crecimiento (Odum, ibid, p. 225). No hay razón para pensar que el hombre difiere del animal en este aspecto. Al considerar cómo es el entorno natural del ser humano, debemos tener en cuenta que el hombre es, por naturaleza, cazador-recolector. Como señala Wes Jackson, si el hombre tuviera que ser un campesino, “tendría los brazos más largos” (Jackson, comunicación personal). Si su evolución tuviera que convertirlo en un industrial, podría haber añadido Jackson, sería un robot, sin necesidad de tener una familia o una comunidad, y carecería de sentimientos hacia el mundo natural, de moral y de emociones. También tendría una constitución física que le permitiría alimentarse impunemente de comida desvitalizada y contaminada, beber agua contaminada, y respirar aire contaminado.

De ahí se deduce que el entorno óptimo para el ser humano es aquél en el que evolucionaron sus antepasados cazadores-recolectores: una sociedad en su plenitud, viviendo en un ecosistema en estado de clímax. En la medida en que transformamos ese entorno para satisfacer los requisitos del crecimiento económico, eso repercute negativamente en la satisfacción de las necesidades básicas. Boyden ha formulado con gran claridad ese principio: “No se ha dado ningún nombre a la importante consecuencia de la teoría darwiniana que quiero destacar. Aquí lo denominaré principio de desajuste filogenético (ahora lo llama evodesviación). De acuerdo con ese principio, si las condiciones de vida de un animal difieren de las que prevalecen en el entorno en que la especie evoluciona, es probable que el animal esté menos preparado para las nuevas condiciones que para aquellas para las que se había adaptado genéticamente mediante la selección natural, por lo que es previsible que haya muestras de desajuste. Por evidente que sea ese principio, y por obvia que sea su relevancia, los tratados sobre el tema apenas lo han tenido en cuenta y se le ha restado importancia durante mucho tiempo. Está relacionado no sólo con los cambios de naturaleza fisicoquímica o material del entorno, como los cambios en la calidad de la comida o del aire, sino también con diversas influencias no materiales, como determinadas presiones sociales que pueden afectar a la conducta. Además, los indicios de desajustes filogenéticos pueden ser fisiológicos, de conducta, o de ambos tipos (Boyden, 1973, pp. 304-309)”.

Si muchos rehusamos encarar ese ineludible principio es, sobre todo, por la importancia de sus implicaciones. Entre otras, despoja de sentido a la propia idea de progreso y de crecimiento económico. Lejos de cumplir con su pretensión de mejorar nuestras vidas, el progreso económico acarrea cambios que producen en nuestro entorno y nuestra forma de vida crecientes divergencias respecto a las condiciones para las que nos hemos adaptado a lo largo de nuestra evolución, y da paso a unas condiciones que quedan cada vez más fuera de nuestro “margen de tolerancia”. Es, pues, un proceso al que, si se le permite proseguir, puede llevar a la extinción de nuestra especie.

Drásticas agresiones

Las drásticas agresiones a la biosfera causadas por el progreso económico están alterando el entorno de los seres vivos que constituyen la jerarquía gaiana. Cada vez se parece menos a aquélla para la que nos hemos adaptado en nuestra evolución y desarrollo ontogenético. Por ejemplo, ahora comemos comida cultivada mediante procesos no naturales que utilizan sustancia químicas, cuyos residuos se encuentran en casi todos los alimentos que hay actualmente en el mercado. Nuestra comida se procesa en amplias factorías con el resultado de que su estructura molecular a menudo es completamente diferente a la de la comida a la que nos hemos adaptado durante el curso de nuestra evolución. Además, está contaminada con otros productos químicos, como emulsores, conservantes y antioxidantes. Bebemos agua contaminada con nitratos, metales pesados y substancias químicas orgánicas, sintéticas, que ningún tipo de canalización comercial o planta de purificación de agua puede eliminar por completo. Respiramos aire polucionado con todo tipo de  contaminantes, incluyendo elementos radioactivos escapados de los conductos de instalaciones nucleares.

Nuevas enfermedades

No es sorprendente que en esas condiciones padezcamos tantas nuevas enfermedades, ni que cada vez se trate más de “enfermedades de la civilización”. Samuel Epstein (ver, en esta misma revista, el reportaje del autor dedicado al cáncer), de la Universidad de Illinois, y otros estudiosos atribuyen una elevadísima proporción de cánceres a los efectos de agentes químicos en la comida que ingerimos, el agua que bebemos y el aire que respiramos, una tesis que, por supuesto, rebaten con fervor la industria química y los expertos a que patrocinan (ver Epstein, 1978). La isquemia cardiaca, la diabetes, las úlceras pépticas, la diverticulitis, la apendicitis, las varices, las caries, al igual que el cáncer, son enfermedades de la civilización.

La incidencia de esas enfermedades es extremadamente baja (en algunos casos, nula) entre los individuos de comunidades vernáculas que viven en sus hábitats naturales, como han demostrado, entre otros, Albert Damon respecto a las Islas Salomon (Damon, 1974, pp 191-216), e Ian prior y sus colegas respecto al Pka Puka en las Islas Cook y en las Islas Tokealu durante un periodo de treinta años (Prior, 1987, pp. 457-461). Pero esos estudios también han dejado claro que a medida que la gente se expone a la forma de vida occidental, sobre todo cuando adoptan la moderna dieta occidental, la incidencia de las mismas enfermedades aumenta drásticamente. Las enfermedades infecciosas también se vuelven mucho más comunes. Eso no nos debería sorprender, pues el desarrollo crea, en muchos aspectos, las condiciones ideales para su transmisión.

La malaria

La malaria es transmitida por el mosquito anófeles, que originariamente era un parásito de los monos que vivían en los bosques tropicales. Estaban bien adaptados a sus anfitriones, que apenas sentían síntomas de la enfermedad. Una vez que talaron los bosques, los mosquitos tuvieron que encontrar otros anfitriones y los más accesibles solían ser los humanos. La tala de árboles de la Amazonia también ha puesto al ser humano en contacto con transmisores de la leishmaniosis, que antes era una enfermedad de los perezosos y de los armadillos. La actual pandemia de sida, que puede haber sido una enfermedad de los monos cercopitécidos aethiops sabaeus, o de los chimpancés, probablemente se convirtió en una enfermedad del ser humano una vez que entró, de distintas formas (1), en un contacto más estrecho con esos animales. La moderna agricultura también nos pone en contacto con parásitos que habían establecido una relación estable con animales que hemos domesticado: un ejemplo es la viruela, probablemente una variante de la vacuna (2); otra es la brucelosis.

Los proyectos de riego a gran escala también han creado un hábitat ideal para las enfermedades que se han transmitido por vía fluvial, como la esquistosomiasis, que se ha extendido a zonas del planeta donde antes era desconocida. La cría de ganado masiva de nuestros días, en particular la práctica repugnante, aunque presumiblemente rentable, de alimentar a las aves con las carcasas de sus compañeras, o con sus propios excrementos, ha hecho que la carne y los huevos estén cada vez más contaminados con una bacteria patógena como la salmonella. La igualmente agresiva práctica de incorporar los despojos de otros animales en la alimentación de las vacas lecheras ha llevado a un aumento de la contaminación de los productos lácteos con otra bacteria patógena, la listeria, y a la contaminación de los menudos de vacuno y posiblemente también a las vacas con los portadores de encefalopatía bovina espongiforme (BSE) (3), que es probablemente transmisible al humano.

Higiene y patógenos

Tiene cierta ironía que la actual preocupación por la higiene también dé lugar a las condiciones ideales para la proliferación de patógenos. Los productos lácteos pasteurizados pueden ser fácilmente colonizados por microorganismos, algunos de los cuales pueden ser patógenos, dado que en condiciones estériles no encuentran competencia de otros microorganismos. Ésta es la explicación dada a la epidemia de envenenamiento por listeria producida en Suiza hace unos años. La poliomelitis también es una enfermedad de la higiene. Los vernáculos, cuyos niños estaban expuestos a los microorganismos del suelo y quizá a los excrementos animales, y también eran amamantados por su madre, no la cogían. En cambio, se vuelven vulnerables si crecen en un entorno higiénico y se alimentan con leche de vaca.

La creciente movilidad humana también ha contribuido a la propagación de enfermedades. En cuestión de semanas, por no decir de días, cualquier nuevo brote alcanza las mayores concentraciones de población del mundo. En semejantes condiciones, no es sorprendente que la incidencia de cada enfermedad infecciosa, con excepción de la viruela y la poliomelitis, aumente en todo el mundo. Al mismo tiempo surgen otras enfermedades, como el sida, y seguro que aparecerán más, especialmente cuando la ingeniería genética adquiera el ritmo pertinente, pues sólo es cuestión de tiempo el que los científicos liberen al entorno un patógeno creado genéticamente (4), ante el que nuestra especie no tenga experiencia, y, por tanto, el “accidente” tenga consecuencias potencialmente desastrosas.

En el futuro, en un periodo de diez a quince años disminuirá la capa de ozono, aunque ahora dejemos ya de producir CFC’s y otros productores químicos reductores del ozono. Por ello seremos objeto de un aumento de radiaciones ultravioleta que no sólo aumentarán radicalmente la incidencia de cáncer de piel, sino que también distorsionarán el funcionamiento de nuestros sistemas inmunitarios, haciéndonos por ello más vulnerables, tanto a las enfermedades degenerativas como a las infecciosas. Las consecuencias del calentamiento global en la salud también pueden ser serias para los habitantes de las zonas templadas, que ahora estarán expuestos a los transmisores y patógenos que transmiten multitud de enfermedades tropicales, que hacen la vida mucho más difícil y precaria en los trópicos que en las zonas más frías de nuestro planeta. En la medida en que carecemos de la experiencia evolutiva de esas enfermedades, estamos expuestos a que nos afecten seriamente.

Sin solución tecnológica

Para esos problemas no hay ninguna solución tecnológica eficaz. La medicina apenas puede ayudar, puesto que se ocupa principalmente del tratamiento de los síntomas de las enfermedades. Para controlar su incidencia habría que tomar medidas que escapan a la profesión médica y que, en cualquier caso, serían política y económicamente inaceptables, dado que implicarían un giro en muchos de los procesos esenciales del progreso o del crecimiento económico.

Edward Goldsmith es el fundador de The Ecologist. Este texto es un resumen de dos capítulos de “El Tao de la Ecología”. Icaria. 1999. Ha sido elegido para abrir este Especial Salud I por su singular forma de resumir la práctica totalidad de problemas sanitarios que nos acechan en la actualidad,  sin olvidar de mentar al culpable: la sociedad tecnocientífica y lo que hemos venido a denominar “progreso”.
 

Notas

1. Nota de The Ecologist para España y Latinoamérica. Ver, en este apartado, la sugerente entrevista al Dr. Louis de Brouwer: ¿A quién favorecen las vacunas?. Montse Arias. The Ecologist nº 1. De Brouwer señala literalmente que “una hipótesis para mí sólida de la aparición del sida tiene que ver con la vacunación contra la viruela en África”. En ella, se habla del tema de las vacunas con virus cultivados en riñones de monos verdes.

2. Nota del traductor. La vacuna es una enfermedad de las vacas causada por el virus vacunal, emparentado con la viruela.
3. Este artículo fue escrito antes de que existieran datos más reveladores sobre el escándalo de las “vacas locas” y los piensos cárnicos.

4. Nota de The Ecologist para España y Latinoamérica. Ver, para complementar la información, el artículo La trampa biotecnológica. Pedro Burruezo. The Ecologist nº 4. En el texto, el autor denuncia, basándose en la bibliografía de Jerry Mander y de Pillar y Yamamoto, las investigaciones que se están llevando a cabo hoy en el mundo, por parte de los estamentos militares, en el campo de la biotecnología y las armas que son OMG’s (organismos modificados genéticamente).


Las mentiras de la industria

La longevidad de antaño...

El sistema productivista, a través de la educación y los medios de información, pretende instaurar, con la globalización, este mito: o el “progreso” o la barbarie. En realidad, la única barbarie que conocemos es la del “progreso” y su civilización etnocentrista y antropocentrista. En ese marco, detrás del citado mito, subsiste otra idea: o la medicina oficial o la muerte. Otro embuste. Realmente, si estudiáramos algo de antropología y de Historia, podríamos aprender a desbaratar las verdades a medias de, entre otros, la industria farmacéutica.

¿Es verdad que hoy se vive más que en otras épocas? En la Edad Media, por ejemplo, las pestes diezmaban a la población. La causa es obvia. Se creaban las primeras ciudades y, sin embargo, aquellas protourbes no estaban dotadas de sistemas de evacuación de aguas y, por tanto, la falta de higiene provocaba grandes calamidades. Pero hay que señalar, sobre todo, que, a lo largo de la historia contemporánea, un gran porcentaje de las bajas entre la población no tenían que ver con la enfermedad en sí, sino con la desnutrición provocada por la pobreza y sus problemas afines. Origen: el pésimo reparto de la riqueza. También las guerras y sus consecuencias han causado estragos.

En las sociedades indígenas, donde los bienes siempre han sido consuetudinarios; y en aquellas otras civilizaciones antiguas, donde la riqueza se repartía de una forma más o menos equitativa... los hombres y las mujeres alcanzaban tranquilamente los cien años o incluso más. Y, lo que es más importante aún, llegaban a ellos con una vitalidad tremenda y una notoria calidad de vida. Podríamos buscar las razones de la longevidad de chinos, hindúes, amerindios, bereberes, nepalíes o griegos en sus respectivos sistemas medicinales, sin duda sabios y basados en la experiencia de años y años de evolución. Pero es evidente que la razón de su salud era otra, más esencial: respiraban aire limpio, bebían agua  incontaminada, se alimentaban con productos absolutamente naturales y vivían en sociedades de escala humana. Pese a los avances tecnológicos de que disponemos hoy en día, nos faltan todas esas cosas y los fármacos no pueden resolver los problemas creados por esa carencia. La historia de la medicina ha obviado ese tipo de datos porque ponen en evidencia que algo funciona mal no ya sólo en el sistema sanitario occidental, sino en toda nuestra sociedad.

Es algo que, en cierta forma, he podido comprobar a diario en mi trabajo de trabajadora social. Si exceptuamos los casos de individuos procedentes de zonas económica y ecológicamente muy deprimidas, áreas donde las enfermedades y las epidemias vagan a sus anchas, tengo que decir que, con esa excepción, repito, mujeres, hombres, niños y ancianos de otras culturas (procedentes de zonas geográficas no míseras) recién llegados a España han pasado de habitar zonas más o menos libres de contaminación, sociedades de escala humana, de consumir alimentos locales y sanos (y frescos), de tener hábitos alimentarios y sanitarios regidos por el sentido común, de habitar casas sanas y espacios abiertos... a vivir en suburbios, con trabajos infrahumanos, en sociedades racialmente represoras, con hábitos cotidianos demenciales, con pisos minúsculos donde sobreviven hacinados, con una forma de alimentación basada en los productos de origen cárnico y refinados... En ese contexto, muchos de mis usuarios han acudido a mí, al cabo de unos años en esas condiciones, con problemas de salud, físicos y psíquicos, que jamás antes habían padecido. La medicina oficial sólo puede parchear el caos. No es una buena solución.

Mª José Peña
Trabajadora social (Acciones Comunitarias. UE)

Fuente: VIDASANA


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