Difícilmente un cónclave que reunirá a mandatarios de origen tan diverso como el estadounidense Barack Obama, el iraní Mahmud Ahmadinejad, el chino Wen Jiabao, el brasileño Inácio Lula Da Silva o el francés Nicolas Sarkozy no alumbre algún tipo de acuerdo que sirva para refrendar la vocación mundial por cuidar al planeta. A eso apuestan las decenas de miles de manifestantes, básicamente de organizaciones ambientalistas, que el sábado recorrieron las calles de esta capital desde la plaza de Christiansborg bajo un tímido sol con frío inclemente. Pero difícilmente esa presión consiga que los popes del mundo se lleven mucho más que una declaración de principios y algunas pautas de cómo seguir la negociación en el futuro.
Ese logro moderado, que quizás incluya cifras de menor contaminación o desembolsos para limpiar la atmósfera, es la hipótesis que ya barajan en sus contactos reservados las delegaciones de Estados Unidos y Dinamarca, según aseguraron fuentes diplomáticas suecas y confirmaron las de Panamá. Sólo un milagro produciría lo contrario en los días de negociaciones que restan en el Bella Center, enorme centro de convenciones ubicado cerca del aeropuerto de Krastup. En cualquier caso, el debate habrá servido para plasmar nuevas relaciones de poder, donde algunas naciones “emergentes” ganaron importancia en las decisiones y ya no son consideradas en la misma tribuna que el resto, como China y Brasil.
El trabajo de negociadores de casi doscientos países y la prometida concurrencia de un impresionante número de presidentes se explica por la convicción de que es necesario suscribir un protocolo superador al de Kyoto, que vence en el 2012. Ese tratado japonés imponía a los países desarrollados la obligación de recortar un 5 por ciento las emisiones de gases contaminantes y organizar un fondo para financiar lo que técnicamente se considera “adaptación” a los cambios que ya impuso el clima en los países más pobres. Ni uno ni otro cometido fueron debidamente honrado por todos los países y Estados Unidos ni siquiera adhirió.
Para extender el tratado y hacerlo más abarcativo, los científicos de la ONU fijaron algunas pautas para evitar que la temperatura mundial trepe por encima de los 2 grados centígrados respecto de 1850 (hoy está en 0,7). Para eso, las naciones industrializadas tienen que recortar sus emisiones entre un 25 y un 40 por ciento de aquí al 2020 respecto del año 1990. Esa meta se eleva a entre el 80 y 95 por ciento para el 2050.
Ningún político de ningún país se atreve a cuestionar públicamente ese mandato científico, en particular cuando las directivas verdes están cada vez más enraizadas en las conciencias. Pero todos saben que lograr aquello implica cambiar drásticamente los modos de producir, básicamente usando otras energías, así como los patrones de consumo. Para ello no sólo hacen falta millonarias inversiones sino resistir el lobby de las industrias más afectadas por la economía verde.
Los europeos, que lideran las acciones verdes, sugieren que están dispuestos a recortar sus emisiones por encima del 30 por ciento respecto de 1990, pero sólo a condición de que otras naciones poderosas hagan lo propio. A poco de recibir la noticia de que su presidente ganó el Nobel de la Paz, EE.UU. prometió disminuir sus emisiones en un 17 por ciento, pero respecto del 2005, lo que reduce ese esfuerzo a sólo el 3 si se toma la misma base que los europeos. Sus hombres en Copenhague, en tanto, advierten que ellos sólo rubricarán algo si los subdesarrollados grandes (China, India, México, Sudáfrica, entre ellos) también aportan lo suyo.
Los chinos –segundo contaminantes del planeta pero que hasta ahora no tenían ninguna obligación según Kyoto– salieron al ruedo para asegurar que recortarían entre un 40 y un 45 por ciento la “intensidad carbónica” de sus emisiones, algo más leve que disminuirlas de cuajo. Brasil también se impuso una meta cuantitativa para contaminar menos, básicamente limitando la deforestación, aunque poco hará con la ganadería.
Tampoco hay avances muy concretos respecto del dinero que los ricos amagan aportar para ayudar al resto del mundo a adaptar sus economías para contaminar menos o directamente para reconvertirse porque el cambio climático deja afuera algunas actividades. Europa hizo pública su propuesta de aportar 7,2 mil millones de dólares hasta el 2013. Pero el verdadero desafío es qué ocurrirá desde entonces, cuando la necesidad de recursos crezca, lo que da lugar a cálculos diversos pero muy generosos: desde 100 mil a 300 mil millones de dólares anuales, a integrar por todos los países ricos.
No sólo no está clara la envergadura del aporte necesario ni el compromiso de quienes tienen que integrarlo. Tampoco hay decisión de quiénes serán sus destinatarios ni quién administrará semejante masa de recursos, si una organización de la ONU o un organismo multilateral como el Banco Mundial, que transformaría el auxilio en préstamo y no en subsidio. Poder controlar a quién va el dinero y bajo qué condiciones se gasta, preservándolo de los posibles desvíos de administraciones gubernamentales corruptas, es otro tema que enfrenta a las delegaciones congregadas en el Bella Center. Imposible despejar íntegramente estas incógnitas de aquí al viernes.
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