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La batalla de los alimentos transgénicos

El adagio "dime qué comes y te diré cómo eres" tiene dos significados. Por un lado, nos exhorta a mantener una dieta sana y nutritiva. Por el otro, nos recuerda que los alimentos son parte integral de nuestra identidad cultural, religiosa o regional: los alimentos que ingerimos y sus métodos de producción están profundamente enraizados en nuestra historia y tradiciones. En verdad, algunos de los apodos más descriptivos que nos damos unos a otros provienen de las peculiaridades culinarias nacionales. Para los ingleses, los franceses siempre seremos frogs ("ranas") porque comemos ancas de rana y los alemanes serán krauts ("repollos") porque adoran el chucrut.

La evolución de las actitudes europeas hacia las plantas y los alimentos genéticamente modificados refleja precisamente esa preocupación dual por la salud y la identidad. Desde abril de 1990, cuando el Parlamento de la Unión Europea, sin una oposición significativa, adoptó las primeras dos directivas sobre uso y distribución de organismos genéticamente modificados (los llamados "transgénicos"), la opinión pública se ha mostrado cada vez más recelosa y hostil. ¿Qué incitó semejante hipersensibilidad?

Siete años atrás, el presidente de la Comisión Europea pidió al Grupo de Etica de las Ciencias y las Nuevas Tecnologías, del que yo era miembro, que examinara los "aspectos éticos del etiquetado de alimentos derivados de la biotecnología moderna". En nuestro dictamen, emitido en mayo de 1995, expresamos que la seguridad alimentaria era un imperativo ético fundamental, pedimos que se prohibiera la comercialización de productos dudosos y sostuvimos que la exigencia de etiquetar los alimentos transgénicos se ajustaba al derecho de opción informada de los consumidores.

Una cuestión mundial

Asimismo, señalamos: "La biotecnología moderna en sí misma, como técnica utilizada en la producción de alimentos, no se puede considerar en sí ni ética ni contraria a la ética". La frase me parecía trivial e inofensiva. Sin embargo, cuando la cité ante los periodistas convocados para la presentación del dictamen, provoqué una alharaca general. Ahí me di cuenta de que la oposición a los cultivos y alimentos transgénicos obedecía tanto a inquietudes sobre salud y seguridad como a valores sociales y políticos.

Para comprender mejor las discrepancias de Europa con Estados Unidos y otras partes del mundo, es indispensable entablar un franco diálogo internacional. Podría ayudar a los negociadores a zanjar las actuales disputas en torno al Codex Alimentarius -el código universal estatuido por la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO)-, las normas de la UE sobre etiquetado y control de transgénicos, y la aplicación de las reglas de la Organización Mundial del Comercio (OMC).
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Dos interrogantes merecen especial atención. Primero: ¿por qué los europeos son más reacios que los norteamericanos a adoptar la biotecnología? Segundo: ¿por qué debemos encarar los transgénicos como una cuestión mundial?

En Europa, a diferencia de Estados Unidos, la información sobre transgénicos subraya más los riesgos que los beneficios (en particular, el menor uso de pesticidas e insecticidas). Hace poco, las comisiones asesoras nacionales del Reino Unido, Holanda y Francia instaron a una mayor regulación preventiva contra los efectos colaterales nocivos para la salud de los consumidores (por ejemplo, reacciones alérgicas). A los norteamericanos les cuesta comprender por qué los europeos insistimos en imponer tales restricciones, y acusan a la UE de proteccionismo biocomercial.

Sin duda, los europeos somos más pesimistas respecto al progreso en general y algunos acontecimientos recientes parecen haber reforzado tal postura. Tras haber afrontado sucesivas crisis de contaminación -primero, el mal de la vaca loca, y luego, la aftosa-, nos sentimos particularmente inseguros en materia de alimentos. Esta aprensión no se limita a los consumidores. En toda Europa, los agricultores temen por su futuro en un mundo globalizado. Los norteamericanos, incluida la gente de campo, están más habituados a pagar un precio por las tecnologías y productos innovadores; esta actitud quedó reflejada en un fallo reciente de la Suprema Corte de Estados Unidos que declara patentables las plantas. En Europa, la agricultura y el derecho de propiedad intelectual se contraponen más a menudo.

La mayor concientización de los consumidores europeos y el temor creciente de los agricultores a depender de las multinacionales son síntomas de una preocupación más profunda por los valores y las prioridades: qué tipo de medio ambiente queremos, el papel de la biodiversidad, nuestra tolerancia al riesgo y qué precio estamos dispuestos a pagar por la regulación. Fuera de Europa, la revolución verde encierra connotaciones más severas. En el mundo, hay 800 millones de personas desnutridas. Para ellas, incluidas las que trabajan la tierra, ¿los transgénicos son una bendición o una maldición?

Factores políticos

Me inclino a creer que el problema de la desnutrición en los países pobres tiene poco que ver con la tecnología o el desarrollo en sí. Como afirma elocuentemente Amartya Sen, Premio Nobel de Economía, la causa del hambre no es una escasez de comida, sino una escasez de democracia. Aun así, una vez resueltas las causas políticas de la hambruna y la desnutrición en los países en desarrollo, la aplicación de la biotecnología moderna a la agricultura y la producción de alimentos podría contribuir enormemente al bienestar social y el progreso económico.

Pero antes debemos abordar los factores políticos subyacentes en la mayoría de los malentendidos entre Estados Unidos y Europa. Por sobre todo, debemos encarar la creciente concientización ecológica, que en Europa se refleja en la creación de vigorosos partidos verdes y nutre sentimientos contrarios a la globalización. En Europa, y fuera de ella, los transgénicos pasaron a simbolizar los fuertes miedos que inspira la globalización. En Francia, Gran Bretaña, Alemania, Nueva Zelanda, en suma, en un país tras otro, agricultores y ecologistas se unen para resistir, y a veces sabotear, los cultivos experimentales.

La hostilidad a los transgénicos simboliza una oposición más amplia a la intrusión de las fuerzas del mercado, que, en forma perceptible, están creando un mundo gobernado por el dinero con absoluta prescindencia de las tradiciones históricas, identidades culturales y necesidades sociales. Sea cual fuere el grado de veracidad de esta percepción, no es extraño -y quizás es lo que corresponde- que una lucha por el futuro de la alimentación constituyera un campo de batalla decisivo en la lucha por nuestra identidad.

Noëlle Lenoir
Diario La Nación - 19 de julio de 2002

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