 Todos
los enfoques orales y escritos acerca de la magnífica obra de
restauración del Centro Histórico centran su atención en los aspectos
de conservación del patrimonio edificado, en los valores culturales y
arquitectónicos del área, en el gran esfuerzo constructivo y en otros
aspectos muy vinculados a la historia y a las tradiciones de la capital
de todos los cubanos.
Sin embargo, a la vista de un modesto biólogo, esta obra gigante es
quizás el proyecto ecológico más audaz que se ejecuta en Cuba. Si
tomamos en consideración que el ser humano es el elemento central de
cualquier ecosistema, y el único con capacidad consciente para
modificar su entorno, la reconocida obra del Centro Histórico se
convierte en un proyecto ambientalista, al tener al Hombre en el centro
de su gestión, visto no solamente como ser de requerimientos
materiales, sino también espirituales.
Brevemente, porque de hacerlo extenso sería una obra de gigantes,
trataré de esbozar elementos de esta idea que se nos ocurrió cuando
comenzamos a conocer en detalles la gesta restauradora:
Cuando el Almirante Cristóbal Colón “descubrió” la Bahía de La Habana,
a fines del siglo XV, una vista espectacular de naturaleza
tropical virgen coronó sus esfuerzos de conquista. Es fácil imaginar
esa rada, coronada con un acantilado en su ladera Este y llana en la
vertiente opuesta, cubierta de árboles de magnífica fronda, montes
costeros en el Oeste y una gran reserva de árboles maderables en
las márgenes de sus otrora límpidos ríos tributarios. Aves y peces de
toda índole surcaban aire y mar, y todo ser viviente, incluyendo a
nuestros primitivos pobladores, gozaba de un entorno saludable y
equilibrado.
Más de quinientos años han pasado, con una historia de la cual nos
enorgullecemos, pero que ha dejado un alto costo ecológico, y solo una
huella de desolación en lo que una vez fue quizás el “paraíso
terrenal”. Una ciudad de más de dos millones de habitantes, sin diseño
ambiental, con urbanizaciones totalmente impersonales y agresivas al
medio, recuerda su pasado natural con nostalgia y demanda que las
generaciones actuales piensen en la salud futura de la capital.
En este contexto, la obra de la Oficina del Historiador es un reflejo
de lo que se puede hacer por mejorar el entorno. Si consideramos que
toda obra ejecutada en esta área tiene en primer lugar al Hombre como
centro, si los niños y ancianos reciben una esmerada atención, de
acuerdo a las posibilidades materiales existentes; si, como dijo una
vez el Historiador de la Ciudad en mi presencia... “Nuestro turismo se
desarrolla con los cubanos dentro”, y para él los “cubanos dentro”
constituyen un reflejo del ambiente que buscan los turistas, con sus
virtudes y defectos; si además de la innegable obra social vemos un
esfuerzo por el tema medioambiental en cada obra y rincón de La Habana
Vieja, ¿quién puede negar que esto es ecología?
No es la ecología anquilosada y defensora a ultranza de políticas
proteccionistas, que defiende más a las ballenas que a los niños
hambrientos de África Sub-Sahariana. No es la ecología de los programas
de televisión, con grandes discursos acerca de una especie vegetal o
animal, en la cual el hombre es solo un espectador que amenaza su
existencia. En fin, no es la ecología de la nostalgia por lo que pudo
hacerse y no se hizo, sino un tipo nuevo, incluso, para nuestro país.
Es la defensa de los aspectos naturales de la memoria histórica, es la
creación de reductos verdes que conjugan arte y naturaleza, es
enseñarle a los niños lo que una vez tuvimos y ya no podremos recuperar
para que los futuros niños no cometan los mismos errores; esa es la
ecología de las palomas en las plazas, de un minúsculo acuario para que
los vecinos entren en contacto con un pedazo de naturaleza, aunque esté
cercenada.
Es la ecología del agradecimiento a los que han hecho una gran obra por
la preservación de la naturaleza, expresada en la tarja de homenaje
dedicada al Dr. Jorge Ramón Cuevas, situada en la pared lateral de otro
lugar que rinde tributo diario al insigne naturalista Alejandro Von
Humboldt y que, algún día, será la Casa de las Ciencias Naturales
Cubanas, por ser el primer lugar donde se habló de nuestra naturaleza
con un enfoque científico.
Al caminar por calles y plazas, vemos reductos de naturaleza que
debieran señalizarse de forma diferente, para que el público no
especializado pudiera aprender que nuestra ciudad fue, en definitiva,
construida sobre las ruinas de un deterioro ecológico secular, y que el
despojo de la naturaleza en estos cinco siglos ha dejado rastros. En el
Templete, lugar de culto de todos los que amamos la ciudad, hay un
bloque en la columna frontal izquierda que es una verdadera clase de
biología marina, al tener fósiles de poliquetos, moluscos bivalvos,
gasterópodos e incluso foraminíferos concentrados en menos de 50
centímetros. Los niños de las escuelas podrían “ir al mar” parándose en
ese lugar, con un maestro imaginativo que les enseñara que del mar
también ha salido nuestra historia.
En la propia Plaza de Armas y a unos metros de la estatua del Padre de
la Patria, diariamente circulan centenares de personas sobre los restos
de un cobo (Strombus gigas) que custodia eternamente a esa querida
figura de nuestra historia. El mangle y el romerillo de costa, tan
frecuentes en La Habana que descubrió Colón, se niegan aún a
abandonarnos y coronan, quizás desafortunadamente para los arquitectos,
los muros históricos del Castillo de la Real Fuerza.
¿Acaso no son destacables los intentos por construir un “aula
ecológica” en la cual los niños de primaria comparten su currículo
docente con la protección de animales y plantas, con conferencias y con
otras actividades especializadas acerca de la protección del medio, la
historia de las ciencias naturales y otras actividades afines?
¿No será ecología “el pan de los viernes”, el concierto gratuito de la
Camerata Romeu, el Hogar de Niños Discapacitados, el perrito escondido
en un museo o casa museo, los pavorreales, las aulas-museos, los
Zanqueros, la intensa actividad cultural de este entorno, o mejor
dicho, ecosistema? Si nada ha cambiado...¿qué cambió en nuestra vieja
Habana en la que ya los niños son guías de turismo y no limosneros
frente a los turistas?
¿Por qué personajes de miles de anécdotas, como los hay en todos los
barrios, aquí son distintos? He visto a “Pepe el Borracho” actuando de
guía voluntario de turismo enseñándole con orgullo a un grupo de
extranjeros la obra de reconstrucción de la Plaza Vieja; Merceditas, la
anciana que se cree niña, en su alegre demencia senil, asiste
puntualmente a todas las funciones de la Mamá Guajacona del AQVUARIVM,
limpia, alegre y bien alimentada; un taller experimental con algunos
niños del hogar de discapacitados nos puso en apuros en más de una
ocasión con sus preguntas acerca de la naturaleza... En resumen, hemos
cambiado en la misma medida en que han ido progresando las ideas del
proyecto restaurador, sin darnos cuenta, como ocurre en la propia
naturaleza.
Para una persona observadora, la sustitución de aquellos carteles que
desesperadamente se colocaban en cada casa de La Habana Vieja con el
conocido rótulo de “Se permuta”, por la conversación callejera,
espontánea y a veces chispeante de los habaneros con Eusebio Leal,
puede ser un símbolo de que nuestro ecosistema ha cambiado desde sus
propias raíces, quizás no en el orden estrictamente biológico, pero,
sin lugar a dudas, en el más importante: el humano.
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