Cuando el descubridor español Juan Ponce de León llegó en 1513 a Florida en busca de la Fuente de la Eterna Juventud, Miami y sus alrededores eran un manglar generalizado junto a sus playas. Cuatro siglos después, la ciudad, fundada como municipio en 1896 a orillas del río de su mismo nombre, empezó a ganarle espacio al mar, unió islas y cayos, y se extendió por tierra en su particular conquista sureña del Oeste.
Hoy, a punto de cumplirse el medio milenio de la efeméride de Ponce, la invasión urbanística del hombre hacia los Everglades, el hábitat pantanoso que ocupa gran parte del sur floridano, casi ha tocado fondo. Las residencias llegan hasta sus bordes y han quitado gran parte de su espacio a los animales. El caso de los reptiles, serpientes y saurios es elocuente y su rebelión, un hecho. Están de reconquista. Cada vez aparecen más en canales, lagos y casas. No es raro, porque las nuevas piscinas y jardines eran sus posesiones. Simplemente vuelven por donde solían.
Su guerra es similar a la perdida por los indios que habitaban Florida y a quienes los conquistadores fueron arrebatando sus tierras. Pero con una sensible diferencia. Los semínolas y miccosukees asumieron ser recolocados en reservas y ganar su guerra moderna. Viven espléndidamente con las prebendas federales concedidas, cuyo punto álgido es el gran negocio de los casinos. Los animales, con los que también conviven en algunos casos, no juegan a eso. Agradecen ser especies protegidas en muchos casos, pero parecen no conformarse con que les hayan quitado su indeleble rutina.
Hay muchas variedades autóctonas, pero el primer aviso lo dio una invasora. Hace ya más de 10 años que existe un grave problema en los Everglades con las pitones birmanas. Desde entonces, y con especial hincapié en los últimos tres años, no ha cesado la cacería de estas serpientes importadas. Su enorme capacidad de reproducción y poderío (pueden medir hasta siete metros de largo) llevaba camino de exterminar muchas especies locales. En los últimos 10 años se van acercando ya a los 2.000 ejemplares cazados, con una media anual superior a los 350 desde 2008.
Dueños desaprensivos que las compraron como mascotas se desprendieron de ellas tirándolas a los pantanos y también se estima que quedaron en libertad muchas otras tras los destrozos producidos por el devastador huracán Andrew de 1992 en una granja donde había crías. Recientemente se cazó una que había engullido un venado de casi 40 kilos y aún lo tenía entero dentro. En 2009 otra, supuestamente amaestrada, estranguló a una niña de dos años. Según una estadística oficial las pitones han causado 13 muertes en 20 años y no son raras las llamadas al servicio de emergencias para que sea capturada una pitón en la piscina de su casa.
El pasado mes de enero, tras siete años de peleas de despachos (y cuando ya estaban vetadas en el Estado de Florida), se prohibió en todo el país la importación de tres especies de pitones: además de las birmanas, la norteafricana y la surafricana, junto a la anaconda amarilla, otro monstruo depredador. Pero solo fue una victoria a medias de los conservacionistas. Hay mucho negocio en juego, porque el precio de una serpiente “de calidad” puede superar los 20.000 dólares. Los cabilderos pagados por las compañías importadoras de serpientes consiguieron que cinco especies más tuvieran una moratoria. Entre ellas, curiosamente, la más cara y popular en el mercado, la boa constrictor, que da jugosos beneficios, alrededor de 100 millones de dólares anuales. Otras que “siguen en estudio” son la pitón reticulada y la anaconda verde, la de Schauensee (colombiana) y la de Beni (boliviana).
Pero en medio de esta batalla animal y económica, cuando se pensaba que la guerra estaba solo en el frente de las pitones, han surgido nuevos flancos. Una especie autóctona, la serpiente mocasín de agua, también llamada boca de algodón, ha plantado cara. Su peligrosidad no es por el tamaño, sino por su veneno, uno de los más letales de las seis especies censadas como más temibles del Sur de la Florida. Con su efecto hemotóxico destruye los glóbulos rojos y produce un colapso del flujo sanguíneo por la coagulación. Es más lento que el veneno neurotóxico, por ejemplo, de las serpientes de cascabel, pero a diferencia de otras especies, puede morder varias veces en un ataque. Antes de descubrirse un antídoto, en la gran mayoría de mordidas eran necesarias las amputaciones. Curiosamente, las mocasines nacen en tierra con un color claro, pasan al agua y cuando se hacen mayores, sobre los 10 años, vuelven a la tierra con un tono más oscuro. Siguen el mismo proceso de coloración que los mocasines de los indios al gastarse o mojarse. De ahí su nombre.
En un Miami ganado al mar y a los pantanos, la invasión de las mocasines, que se alimentan de peces y ranas, alcanza lagos, canales y hasta cualquier lugar inundado por las fuertes lluvias habituales en algunas épocas del año. Recientemente, un joven de Pembroke Pines, uno de los municipios vecinos a los Everglades tuvo que estar tres días en cuidados intensivos de un hospital al ser mordido en una pierna. También fue atacado un guarda forestal en Maratón, uno de los cayos al sur.
Siempre que se habla de tiburones en Estados Unidos, inevitablemente aparece la Florida. De nuevo en 2011 fue el Estado en el que se produjeron más ataques, 11 de los 29 registrados, aunque resultó la cifra más baja de siempre. Los escualos siguen pululando por las aguas marinas, pero parece que tienen refuerzos. Están llegando los cocodrilos, hasta ahora solo vistos en los Everglades, de agua dulce. Pese a la muerte de más de un centenar de ejemplares a causa del frío inusual que padeció la Florida durante muchos días hace dos años, su número actualmente ronda los 1.500, diez veces más que hace 30 años. De ahí que estén volviendo a las costas que vio Ponce de León, ahora plagadas de viviendas. De momento, se han sucedido los sustos por su presencia con ataques a otros animales. Un ejemplar de más de tres metros, por ejemplo, mató en marzo a una perra de 30 kilos que estaba al borde de un canal.
Pero el ejército de cocodrilos americanos es muy reducido en comparación con la variante del aligátor, el saurio más abundante del territorio, que puede rondar el millón de ejemplares y está considerado como mucho más agresivo. A diferencia de los cocodrilos no tiene glándulas secretoras de la sal y solo vive en agua dulce. Su cabeza es más ancha y corta, los ojos más retrasados, las patas más largas y no le sobresalen los dientes cuando tiene la boca cerrada. Su color es más oscuro que el verde de los cocodrilos, cuyas escamas son más prominentes.
No hace falta internarse en los Everglades para ver aligátores. Abundan al borde la carretera que va al noroeste, hacia Naples. En las urbanizaciones han llegado a la orilla. Comen aves, ratas (no las gigantes de Gambia, otras invasoras, pero que han reaparecido en una isla de los cayos, en el mar salado, al que sólo llegan los cocodrilos), tortugas, perros, gatos y hasta mamíferos como ciervos o venados. Pero también son alimento de las pitones, competencia desleal para el hombre, porque desde 1988, ante la irrupción de aligátores en parques, estacionamientos y casas, se permitió su caza recaudatoria. Se evitaba así su primera gran invasión y se le daba un sentido comercial. Según los últimos datos, en 2011 casi 8.000 ejemplares acabaron convertidos en bolsos y zapatos. Más productivos que en el estómago de las pitones.
No lejos de toda esa lucha animal por su supervivencia independiente, en el Seaquarium de Miami, camino de Cayo Vizcaíno, sigue viviendo la orca Lolita, por cuya libertad sí claman distintos grupos humanos. Lleva 40 años de saltos y dando vueltas y más vueltas en un estanque mínimo para su tamaño, pero muy lucrativo como negocio de sus empresarios. La principal razón que esgrimen para no soltarla, sin hablar nunca de economías, es que existen precedentes de que no podría readaptarse a su hábitat. Parece tan posible como triste. Fue capturada en aguas del Pacífico norte, cerca de Seattle, en el estado de Washington, tras una cacería en la que murieron varias de sus hermanas, como suele ocurrir en esos safaris acuáticos. A Lolita, los humanos le quitaron bastante más que su territorio.
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