Defendemos el medio ambiente y nos sentimos salvadores del mundo, pero no estamos dispuestos a perder los privilegios que nos ofrecen los supuestos depredadores del planeta. No a las nucleares, pero sí al consumo indiscriminado de la energía. No a las petroleras, pero todos queremos usar el coche para desplazarnos. En invierno, cuando hace frío, usamos la calefacción que nos facilita la energía de las “eléctricas”. Usamos ropas multicolores que precisan de la química para dar tonalidades.
Sí a las energías alternativas, pero todos sabemos que son insuficientes para atender la demanda social y algunas, como la fotovoltaica, muy cara por el silicio que precisa. No a la deforestación, pero seguimos usando muebles de madera y leña para las chimeneas. Se le dice no al consumo de la carne a un carnívoro como es el ser humano, y se rechazan los alimentos transgénicos, mientras en Etiopía se mueren de hambre. Exigimos que el tercer mundo suba de nivel, pero todos sabemos que no pueden hacerlo sin afectar al medioambiente, etc.
Contrasentidos todos ellos sobre los que habría que reflexionar para tratar de encontrar un equilibro entre “producción intensa” y “conservación ambiental extrema”, pero el término medio es difícil de alcanzar. Es evidente que el “capital” ha ganado la batalla del consumo, y que están apareciendo grupos de resistencia, pasiva generalmente, que intentan poner en evidencia los desmanes que se cometen, pero ¿a qué es debido que la gran masa social no les respalde?
Pienso que esa postura se apoya en que no existe un real convencimiento de que el planeta esté seriamente amenazado y ni los más ardorosos ecologistas son capaces de mantener con rigor las proclamas del miedo. Cierto es que hay que impedir la degradación ambiental, pero si el precio que hay que pagar por ello es excesivo, la gran “masa” se lo piensa dos veces antes de actuar. Además tenemos los grupos interesados en fabricar dinero a costa de lo que haga falta, y ellos disponen de los medios de comunicación y publicidad precisos para lanzar proclamas que confunden la realidad hacia su beneficio.
El desequilibrio económico nos lleva a añorar ese reparto social con el que el marxismo ilusionó a millones de seres en el siglo pasado. Recordar a esas revoluciones que periódicamente han ido apareciendo para recordar a los poderosos que son débiles cuando la gran “masa” se une. Quizás estemos sufriendo ahora una nueva “revolución”, la de la emigración de los que tiene hambre, hacia los países que ellos piensan son el paraíso terrenal. Luego, la realidad los convierte en mendigos y empleados de la prostitución, pero ¡cómo no dar ese paso gigantesco por la supervivencia!
Europa está en crisis, parece que Estados Unidos de Norte América, también. ¿Recesión? Terrible palabra que trae hambre y destruye las ilusiones ambientalistas que sueña con energías alternativas y agricultura ecológica.
América del Sur sobrevive como puede a base del petróleo de Venezuela que tanto contamina. Los Países Árabes también. China es la que parece que sigue al alza en su tendencia consumista, cual burbuja que estallará en unos años, pero mientras tanto no hay quien la frene en su expansión, a costa de incumplir todas las normativas ambientales que la vieja Europa y EEUU exigen a sus empresas productoras estableciendo una competencia desleal que agrava su crisis.
¿Hasta cuándo durará este desequilibrio económico basado en el deseo de la protección a la naturaleza? Y en África se mantienen los saqueos, perfectamente planificados, de las grandes multinacionales que esquilman sus riquezas enterradas en la tierra más antigua del Planeta, a cambio de crear luchas tribales que mantienen dictadores al servicio del poder del dinero del primer mundo.
Y en este impase, en el llamado mundo “civilizado” nos preocupa la disminución de la capa de ozono porque pueden penetrar radiaciones ultravioleta tipo B que provocan melanomas y conjuntivitis en las pieles blancas de las personas que nunca se exponen al sol; o el exceso de ozono superficial como consecuencia de emisiones de nitrosos de las industrias, que junto con las emisiones de monóxido de carbono que generan los vehículos a motor, facilitan atmósferas contaminadas en las grandes ciudades provocando smog fotoquímico y, todo ello, con algo más, nos llevan a ese ponderado “cambio climático” y a su homólogo “efecto invernadero” en cuya conjunción se basan los grandes males del siglo veintiuno y hacia donde los sectores ecologistas y ambientalistas han fijado el rumbo de nuestro esfuerzo para intentar frenarlo, cual gran reto a conseguir para salvar el Planeta.
Triste, pero real paradoja, aquella que dice que “los árboles no nos dejan ver el bosque”. Cegados por el deslumbrar de los estudios del Panel Intergubernamental del Cambio Climático (IPPC), y los discursos de Al Gore, en su “verdad incómoda”, ya han quedado definido hacia a donde irán los esfuerzos inversores de las grandes multinacionales en el próximo siglo.
¡Ya ha empezado la jugada! Los dados están girando en la ruleta y las apuestas han comenzado. ¿Quién da más? Una gran partida en la que todos los protagonistas ganarán. Las multinacionales y la banca conseguirán los beneficios de las enormes inversiones técnicas que serán necesarias para frenar el cambio climático. Los políticos, desde sus atriles, darán ingeniosas consignas que ilusionarán a sus seguidores incondicionales que viven del carnet del partido. Los ambientalistas y ecologistas sentirán el placer de la labor bien hecha, esa que ha podido “salvar al Planeta”; y la gran “masa” social, esa que se “rasca” el bolsillo cada vez que hay movida y debe pagar impuestos, esa seguirá silenciosa y pensando si todo esto no será una falacia más y la Tierra, que ya es “viejita”, no tendrá mecanismos naturales suficientes como para salvarse ella solita, sin la ayuda de nadie.
Huelva (España), 15 de agosto 2011 Benito A. de la Morena Academia Iberoamericana de La Rábida
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