Diluvios cinematográficos que azotan a una atónita Buenos Aires; inundaciones con decenas de miles evacuados en ciudades cercanas a los ríos Paraná y Uruguay; aludes de barro que arrastran casas, autos, puentes y personas en Salta, Córdoba y de pronto también en Comodoro Rivadavia; sequías bíblicas que ahogan el ganado en Buenos Aires, convierten el pasto en arena en La Pampa o vacían el lago San Roque en Villa Carlos Paz: estos y otros desastres naturales ocurrieron en Argentina, sólo en el último año. Y van a repetirse.
Las tormentas como las que sumergieron a Buenos Aires en las últimas dos semanas no deberían ser una sorpresa para nadie: desde hace al menos tres años, los científicos vienen repitiendo que llegarán a convertirse en habituales. ¿Por qué? "Por una suma de variables, que este año están operando simultáneamente", explica la doctora Inés Camilloni, del Centro de Investigaciones del Mar y la Atmósfera de la UBA. "Hay un fenómeno cíclico y natural como es El Niño, que consiste en un calentamiento temporal del Océano Pacífico y que con una frecuencia de entre dos y siete años provoca más precipitaciones en los ríos Paraná, Uruguay, Paraguay y el Río de la Plata. Las peores lluvias las tendremos en este otoño", anuncia.
Pero a este factor natural hay que sumarle otros, en los que sí intervino la mano del hombre: los drásticos cambios en el uso del suelo -cientos de miles de hectáreas de bosques nativos reemplazadas por cultivos cerealeros rebosantes de agroquímicos- y la concentración de gases del efecto invernadero cambiaron la composición de la atmósfera y aceleraron la llegada a la región de los principales efectos del cambio climático: el aumento de la temperatura y de las lluvias. "En el centro-este del país ya tenemos más precipitaciones, que a su vez se producen de un nuevo modo: con lluvias más espaciadas pero torrenciales", dice Camilloni. Un dato: los meteorólogos consideran que una tormenta es 'muy fuerte' cuando llueven más de 100 milímetros en un día. En las últimas dos semanas, en tres ocasiones, esa cantidad de agua cayó en menos de dos horas.
El último elemento que colaboró con los diluvios de estos días también es fruto de la acción humana. Los científicos lo llaman el "efecto ciudad": la expansión del hormigón y el cemento aumenta el reflejo de los rayos solares a la atmósfera, y el calor que emanan los automóviles y los aparatos de aire acondicionado -por tomar sólo dos ejemplos- suben la temperatura y la humedad.
"Esto se nota más a la mañana; 'la fresca' ya es un recuerdo y las temperaturas mínimas son cada vez más altas. Las máximas también están subiendo por el cambio climático, y por eso tendremos cada vez más olas de calor, tanto en verano como también en invierno", asegura Camilloni." ¿Una exageración? Para quienes ya lo olvidaron: el pasado 30 de agosto Buenos Aires tuvo una temperatura de 34,4 grados.
Según el último informe del Centro de Previsión del Tiempo y Estudios Climáticos de Brasil, los escenarios más optimistas presentan para los próximos setenta años un aumento de la temperatura de 1,9 grados para una vasta zona que incluye Buenos Aires (los pesimistas dicen 2,8 grados). Pues bien, todo lo que se discute sobre el cambio climático en todo el mundo responde a un aumento de la temperatura del planeta de poco menos de un grado en el último siglo. Hay más datos inapelables: en los últimos cien años, en la zona centro y norte del país las lluvias aumentaron un 23 por ciento, mientras que en la zona oeste se redujeron un 50 por ciento. Entre 1910 y 1960, jamás hubo más de tres días de "tormentas fuertes" por década. Este año, Buenos Aires los soportó en una semana.
Sobre llovido, mojado: la deforestación de más de un millón de hectáreas de bosques nativos en los últimos seis años también fue clave en la multiplicación de aludes como el que hace un año arrasó la ciudad salteña de Tartagal o el que hace diez días se desató sobre Comodoro Rivadavia.
Habrá que prepararse para nuevas amenazas, y las expectativas no son felices. Ni la periódica cita con el Niño, ni la desforestación masiva de los bosques causaron hasta ahora ninguna reacción previsora, consistente y coordinada por parte del Estado. Hace tres años, se daba cuenta de varias investigaciones realizadas por científicos argentinos y entregadas al Gobierno. Sus resultados tienen una vigencia total, tanto como la falta de respuesta a ese detallado pronóstico. Entre otros datos, ya se sabe que la región pampeana será la más golpeada por las inundaciones, y reparar los daños costará unos 150 millones de pesos por año; que las inundaciones y las sequías asolarán alternativa o simultáneamente zonas de Córdoba, Santa Fe y Chaco, y que los municipios del Conurbano más expuestos a las inundaciones son La Matanza, Esteban Echeverría, Lomas de Zamora y Quilmes.
De pronto parece haber voluntad de hacer algo, de pronto no. El presupuesto de este año asignó 1.628 millones de pesos al Plan de Control de Inundaciones. Pero pocos días después de que el Congreso lo aprobara, la Presidenta le recortó por decreto una partida de 810 millones. La mitad.
Los pronósticos ya empezaron a convertirse en hechos, mientras los planes oficiales avanzan a cuentagotas y en forma desarticulada, o directamente no existen. Absortos en internas y especulaciones políticas, funcionarios y legisladores permanecen literalmente impermeables a las urgencias y problemas que impone la agenda ambiental. Siguen en lo suyo. Como quien oye llover.
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