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Noticias - Noviembre 2009
Publicado por Administrador   
jueves, 05 de noviembre de 2009
Sequía en Argentina Debido a la sequía que afectó las últimas campañas agrícolas, fenómeno que para los entendidos es una consecuencia del calentamiento global, Argentina tuvo una pérdida económica equivalente a 20 mil millones de dólares. Pero el dato revelado por un reciente informe del Banco Mundial es sólo un ejemplo menor del castigo que la alteración de la naturaleza está infligiendo a Latinoamérica, donde se concentra un tercio de las catástrofes naturales, que cada año se cobran no menos de 150 mil muertos.

Sobre esta cuestión intentaron llamar la atención ayer especialistas de la Agencia para la Salud de Naciones Unidas en el Centro de Convenciones barcelonés, donde se prepara la próxima cumbre sobre Cambio Climático de Copenhague.

Allí debería cerrarse un acuerdo global para mitigar la contaminación, algo que ayudaría a disminuir esas drásticas respuestas del planeta a la agresión humana. La organización católica Cáritas añadió una invocación a las naciones ricas para que el dinero que destinen a paliar los efectos de esos dramas no sea quitado del que hoy aportan para otro problema asociado: el de la pobreza. El dramatismo de los mensajes resultaba contrastante con la plácida belleza de este cálido otoño de Barcelona, ciudad del mundo rico donde todo aquel dolor pareciera estar lejos.

Los horrores que provoca una naturaleza cambiante no son patrimonio exclusivo de Asia, que recurrentemente se sacude con tsumamis o sequías pavorosas, seguidas de hambrunas. En ese escenario tiene lugar el 34 por ciento de esos fenómenos. Pero América latina está en segundo término, con un 30 por ciento de estas alteraciones, a veces expresadas como fenómenos de menor envergadura, pero igualmente dañinos. Las inundaciones o su versión opuesta, la sequía, son las dos formas en las que la agresiva corriente del Niño se expresa cada vez con más intensidad y frecuencia. Y según coinciden los especialistas, tanto la Argentina como Chile están en un lugar sensible de mapa a esos azotes.

Los números son contundentes. Según la Agencia de Naciones Unidas para Refugiados, en los últimos veinte años se duplicó la cantidad de desastres naturales y las personas que lo perdieron todo a consecuencia de ello. Y en los próximos 50 años, 250 millones de personas podrían verse obligadas a desplazamientos como consecuencia de los cambios climáticos. Hay más.

Sólo el año pasado hubo más de 300 mil muertos en el mundo por los violentos espasmos naturales, que afectan básicamente a los más pobres. Valga un dato ilustrativo: por cada una de esas muertes en un país desarrollado –donde el calentamiento global también pasa su factura, como la ola de calor intensísima que temporada atrás afectó a Europa– se producen 60 en el otro costado del mundo.

Los responsables del Programa Mundial Alimentario también reconocen en el cambio climático un “multiplicador de las amenazas de seguridad alimentaria”, fundamentalmente para el segmento más vulnerable de la población. La tierra y el agua son recursos cada vez más escasos para los pobres, que por ello requieren mayor asistencia. Y no se trata sólo de un bálsamo para Africa: de 52 millones de personas rescatadas del hambre por planes de ONU, nueve millones son latinoamericanos.

El problema tiene su dimensión económica. El mismo trabajo del Banco Mundial en el que se cuantifican las pérdidas argentinas por la sequía consigna que por cada dólar que se invierte en obras destinadas a evitar catástrofes naturales, se economizan siete dólares del costo que es necesario afrontar cuando éstas se producen. Desde este punto de vista, la inversión en infraestructura o sistemas de alerta temprana parecen ser una inversión preventiva muy redituable. Pero no siempre existe decisión política de ejecutarla, ni cuando lo que está afectado es el territorio propio.

Ayer, uno de los responsables locales de Cáritas hizo junto a los especialistas de Naciones Unidas un llamado para que los países ricos no desvíen recursos que hoy tienen asignados a la atención de la asistencia hacia el desarrollo de proyectos que se ejecuten con la intención de disminuir la emisión de carbono. Así se estaría generando el dilema de la frazada corta que, si tapa un extremo, descubre el otro.

En la jerga técnica de las negociaciones ese problema se resolvería con la “adicionalidad”. Esto significa que los países ricos deben aportar más fondos para disminuir la contaminación sin restárselos a los que ya tienen comprometidos para otros conceptos. En la Unión Europea, por ejemplo, existe la obligación de los Estados de destinar el 0,7 por ciento de su PBI a la asistencia de pobres, compromiso que no todos honraron hasta el momento y del que no deberían estar eximidos.

Un punto clave en las negociaciones de Barcelona con miras a un acuerdo que permita prorrogar o reemplazar el Protocolo de Kioto es cuánto dinero aportarán las naciones desarrolladas para ayudar al resto del planeta a adaptarse a las alteraciones del clima que ya son inevitables o para mitigar la emisión de carbono, responsable del efecto invernadero. No hay ningún acuerdo cerrado: se barajan algunas alternativas como los “entre 15 y 22 mil millones de euros” anuales que la Unión Europea estaría dispuesta a aportar en el marco de un acuerdo que se ve muy difícil.

Fuente: Página/12


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