Tres años después, a principios de 1995, el gerente general de la Shell en
Nigeria, Naemeka Achebe, explicó así el apoyo de su empresa a la dictadura
militar que exprime a ese país: -Para una empresa comercial que se propone
realizar inversiones, es necesario un ambiente de estabilidad
Las
dictaduras ofrecen eso. Unos meses más tarde, a fines del 95, la dictadura de
Nigeria ahorcó a Ken Saro-Wiwa. El escritor fue ejecutado junto con otros ocho
ogonis, también culpables de luchar contra las empresas que han aniquilado sus
aldeas y han reducido sus tierras a un vasto yermo.
Y muchos otros
habían sido asesinados antes por el mismo motivo. El prestigio de Saro-Wiwa dio
a este crimen cierta resonancia internacional. El presidente de Estados Unidos
declaró entonces que su país suspendería el suministro de armas a Nigeria, y el
mundo lo aplaudió.
La declaración no se leyó como una confesión
involuntaria, aunque lo era: el presidente de Estados Unidos reconocía que su
país había estado vendiendo armas al régimen carnicero del general Sani Abacha,
que venía ejecutando gente a un ritmo de cien personas por año, en fusilamientos
o ahorcamientos convertidos en espectáculos públicos.
Un embargo
internacional impidió después que ningún país firmara nuevos contratos de venta
de armas a Nigeria, pero la dictadura de Achaba continuó multiplicando su
arsenal gracias a los contratos anteriores y a las addendas que por milagro se
les agregaron, como elixires de la juventud, para que esos viejos contratos
tuvieran vida eterna.
Los Estados Unidos venden cerca de la mitad de las
armas del mundo y compran cerca de la mitad del petróleo que consumen. De las
armas y del petróleo dependen, en gran medida, su economía y su estilo de vida.
Nigeria, la dictadura africana que más dinero destina a los gastos militares, es
un país petrolero. La empresa anglo-holandesa Shell se lleva la mitad; pero la
estadounidense Chevron arranca a Nigeria más de la cuarta parte de todo el
petróleo y el gas que explota en los veintidós países donde opera.
El
precio del veneno Nnimmo Bassey, compatriota de Ken Saro-Wiwa, visitó tierras
latinoamericanas al año siguiente del asesinato de su amigo y compañero de
lucha. En su diario de viaje, cuenta instructivas historias sobre los gigantes
petroleros y sus impunes devastaciones.
En Curaçao, frente a las costas
de Venezuela, la empresa Shell erigió en 1918 una gran refinería, que desde
entonces viene echando humos venenosos sobre la pequeña isla. En 1983, las
autoridades locales mandaron parar. Sin incluir los perjuicios a la salud de los
habitantes, que son de valor inestimable, los expertos estimaron en 400 millones
de dólares la indemnización mínima que la empresa debía pagar para que la
refinería continuara operando.
La Shell no pagó nada, y en cambio compró
impunidad a un precio de fábula infantil: vendió su refinería al gobierno de
Curaçao, por un dólar, mediante un acuerdo que liberó a la empresa de cualquier
responsabilidad por los daños que había infligido al medio ambiente en toda su
jodida historia.
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